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No es culpa del 78

La decisión del gobierno socialista de tramitar el indulto a los presos del Procés ha provocado una fuerte tormenta política. La interpretación benévola sería que el sanchismo sigue fiel a sí mismo: no hay verdad alguna que cuente porque no hay memoria. Esta es la lectura que plantea Ciudadanos, empecinado en no romper sus vías de diálogo con la Moncloa. No, por ahora. No, mientras el presidente juegue a dos bandas o incluso a tres, si tenemos en cuenta el pacto tácito de provocación mutua que mantiene con Vox. El PSOE quiere el poder en Cataluña con ERC y los Comunes, y el poder en el País Vasco con el PNV, y el poder en la Comunidad de Madrid con Cs, y el poder en el gobierno de la nación con quien haga falta. De este modo, Sánchez no haría más que tirar de la cuerda del tiempo hasta que llegue la primavera con todas las partidas abiertas y entonces decidir. A estas alturas ya nadie duda de que logrará aprobar los presupuestos y mantener viva la legislatura unos años más .

Cabe, sin embargo, otra lectura menos amable, que exige interpretar las decisiones del gobierno dentro de un contexto y no aisladamente. De las declaraciones de Pablo Iglesias a la Ley de Memoria Democrática, de la polémica ausencia del Rey en la entrega de despachos en Barcelona a la tramitación de los indultos, los pasos del gobierno no nos hablan tanto de una coyuntura como de una estrategia que apunta a dinamitar el abrazo firmado en el 78.

A veces lo obvio es lo obvio y no cortinas de humo, tinta de calamar que confunde al votante. En ese escenario nos adentraríamos en una segunda Transición, un momento constituyente que supera el pasado y lo niega, lo declara anatema, una falsedad, una mentira. El acercamiento de los presos etarras, el indulto al Procés, la reescritura de la historia al servicio de un cambio profundo de la cultura política de nuestro país, la demonización de la derecha democrática y el debilitamiento de la Corona, trazan el perímetro de unas alianzas impensables hace una década. Y todo ello sucede con la aquiescencia y la complicidad de unas élites económicas deseosas de preservar su cuota de poder. Por supuesto, el principal damnificado, como suele suceder en la historia de España, sería el pueblo, nosotros.

Las dos lecturas no son incompatibles ni contradictorias. Sánchez puede querer jugar con unos y con otros y al igual que las Parcas decidir en qué momento se corta el hilo del destino. Pero una vez abierta la caja de Pandora difícilmente hay marcha atrás.

Cruzar el Rubicón marca una estación de llegada.

El 78 parece llegar a su fin y con ello su prosperidad, sus décadas de paz. Ni siquiera una pandemia con miles de muertos, ni una crisis económica aún apenas insinuada, han desviado el curso político. Tocqueville supo ver que la sustancia de un país es su cultura, tanto o más que sus instituciones. Y es nuestra cultura democrática la que lleva demasiado tiempo herida, hasta el punto de que ya no conocemos el valor de las palabras. Creer que la Bruselas burocrática limitará los daños causados por nuestra irresponsabilidad tiene algo de ingenuo, aunque es cierto que sin la liquidez continua del Banco Central Europeo seríamos un país quebrado. Lo somos moral y culturalmente. Quizá sea una consecuencia del 78, pero me niego a aceptarlo. Son sus enemigos los que han llenado de rencor el país y no nosotros. Son sus enemigos los que nos conducen al desastre y no los que creemos en la ley, la paz y el perdón.

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