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Antonio Papell

El virus denuncia la desigualdad

Una sociedad tan desigual que se desestructura es menos productiva que la que mantiene unos desequilibrios soportables

La metáfora es muy expresiva e inquietante: El pasado domingo, el Teatro Real tuvo que suspender la representación de Un ballo in maschera porque en tanto en platea y los palcos –las localidades caras– se había mantenido la distancia de seguridad entre butacas, en los asientos de los anfiteatros superiores –las más baratas– los espectadores estaban materialmente hacinados, como ha podido verse en las fotografías. Lo ocurrido demuestra una insensibilidad incomprensible en los responsables de la intendencia del teatro (al parecer, no hubo mala fe: se trató de una mala colocación de las butacas habilitadas, apenas el 51,5% del aforo, menos de lo obligado) pero saca a la luz una regla dramática que sí es objetivamente cierta y sin discusión: la pandemia es mucho más agresiva y letal con los pobres que con los ricos.

Prueba irrefutable de ello es que, al confinar desde esta semana algunos sectores de Madrid, casi todos ellos pertenecen a barriadas del sur de la urbe que son las de edificaciones más antiguas, mayores tasas de desempleo y rentas más bajas. En esos barrios la gente vive comprimida en pisos más pequeños, el confinamiento de los contagiados es prácticamente imposible porque las viviendas mínimas no lo permiten, los ciudadanos ocupados en tareas precarias no pueden dejar de trabajar y han de buscarse el sustento a diario como sea, las condiciones higiénicas no son las ideales, etc.

Alguno dirá que esta regla empírica no tiene verdadero fundamento científico y acertará a medias: la distribución de los contagios en España, como en todas partes, depende de un cúmulo de factores, algunos todavía no bien conocidos, entre los que hay elementos urbanísticos y residenciales, hábitos sociales, condiciones y servicios sanitarios, edad media de las poblaciones, niveles de renta y empleo, etc. Es evidente que no hay diferencias objetivables entre la cuantía del contagio en las regiones “ricas” y las “pobres”. Curiosamente, cuando se escriben esas líneas, la comunidad autónoma más contaminada, hasta situarse a la cabeza de Europa, es Madrid, cuya renta per cápita es la mayor de las 17 comunidades autónomas españolas, un 35% superior a la media nacional. Pero en el interior la conurbación de la capital madrileña sí se cumple a rajatabla la regla: la pandemia afecta especialmente a las zonas, los barrios, con menor índice de bienestar. La vulnerabilidad a las enfermedades contagiosas tiene, en fin, componentes socioeconómicos. Y resulta inaceptable que determinadas autoridades a las que incumbe resolver la pandemia, en lugar de lamentar que ciertos colectivos –los inmigrantes de primera generación, los menas, etc.– sean especialmente vulnerables al contagio por su desintegración social, les acusen de ser ellos los transmisores del virus. No ven que, si así fuera, la culpa sería en todo caso de quienes no hayan sido capaces de resolver la inadaptación vital de unos infortunados que, huyendo de la miseria y la muerte, tan sólo buscan entre nosotros un rincón donde arraigar y desarrollarse como seres humanos.

Después de la primera gran crisis económica del siglo (en España, la doble recesión 2008-2014), que dejó un rastro de terrible desigualdad y el desmantelamiento de la clase media, los analistas económicos y los propios empresarios comenzaron a percatarse de que la desigualdad es un factor negativo de producción. Una sociedad tan desigual que se desestructure es menos productiva que la que mantenga sus desequilibrios en términos soportables.

La lucha contra la desigualdad es ardua, compleja, pero hemos de abordarla inexorablemente y cuanto antes si queremos construir un futuro habitable. Para los primeros auxilios, instituciones como el ingreso mínimo vital (IMV), que trata de redimir las bolsas de pobreza severa, y la renta básica universal (RBU), que pretende adelantarse a un desempleo estructural fruto de la automatización, pueden servir. Pero a largo plazo, la lucha contra la desigualdad requiere políticas fiscales redistributivas y sobre todo políticas de formación que impulsen, mediante el I+D+i, nuevos nichos de empleo, trabajos con futuro y bien retribuidos, sociedades creativas e innovadoras. A esta búsqueda deberíamos dedicarnos cuanto antes, incluso mientras luchamos contra la pandemia y preparamos un día de mañana distinto.

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