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Sexo sin ley

Mujeres liberadas o esclavas, dos formas de ejercer la prostitución a través de la historia

Sexo sin ley

Escribe Demóstenes, en la trascripción del juicio a una prostituta, que los ciudadanos griegos podían disponer de las mujeres de tres maneras distintas. Para el placer tenían a las heteras o hetairas, a las criadas para las necesidades corporales del día a día y a las esposas para engendrar hijos legítimos y para cuidarles la casa. Han pasado veintidós siglos, 2.200 años, y, salvando las distancias, esa distinción entre putas, señoras y sirvientas se mantiene. 

Era la mirada masculina la que convertía a las mujeres en damas o en fulanas. Con el tiempo, ese modelo social tuvo tanto éxito, que las propias mujeres lo interiorizaron y, a menudo, aplicaban esa separación más estrictamente que los varones. No se las fuera a confundir.

Las heteras o hetairas de la antigua Grecia eran prostitutas, pero también mujeres libres. No eran esclavas, y eso en un tiempo en el que la mayoría de los hombres y las mujeres lo eran. Tampoco estaban obligadas a someterse a un varón; disponían de sus cuerpos y de su sexualidad y participaban de la vida pública. Se abrían camino con su belleza y su inteligencia. Invitaban a sus salones a tipos como Sócrates.

Había otras que ejercían la prostitución con menos suerte. Estabuladas en burdeles como el ganado o buscando clientela a la intemperie, eran esclavas, se les cortaba el pelo y dependían de la protección de un proxeneta, que podía ser un hombre o una hetaira.

El sexo ha sido y sigue siendo una mercancía. Como lo son la fuerza bruta, el talento o el ingenio, y la inteligencia. Todo está a la venta. Hay mercados de lujo y mercados de ocasión.

La historia de la prostitución es apasionante. Mujeres y hombres han comerciado con sus cuerpos a lo largo de la historia. No todos por las mismas razones ni de la misma manera. No se paga siempre el mismo precio. Hay que ver lo poco que el mundo ha cambiado en eso, a pesar de los avances sociales y humanísticos que se supone que nos hemos echado encima. Sigue habiendo mujeres esclavizadas, víctimas de trata, sometidas y violentadas, poco más que ganado, y otras que encaran el oficio como cortesanas, escorts, chicas de compañía. Estas reivindican su derecho a disponer de su sexo, igual que el resto ofrece su tiempo, quiere pagar autónomos y tener derecho a una pensión; las otras no están en posición de reivindicar nada. 

A finales del año pasado “Hetaira” echó el cierre. Años antes, en marzo de 1995, un grupo de mujeres creó la asociación. Entre ellas había prostitutas y otras que no lo eran. Alquilaron un local en la calle del Desengaño, en Madrid, y empezaron a trabajar en favor del reconocimiento de los derechos de las trabajadoras sexuales. Visibilizar, romper el aislamiento, generar alianzas. Esa era parte de su estrategia. ¿Los objetivos? Que las prostitutas fueran sujetos políticos, con voz y capacidad de decisión; acabar con la trata y las vejaciones. Fuera paternalismos, prejuicios y moralina.

El colectivo es heterogéneo y, dado que el negocio es uno de los más rentables en este país y se desenvuelve en la clandestinidad, no es sencillo de regular y tampoco es fácil medir las consecuencias de hacerlo, en el sentido que sea, para las prostitutas. Admitámoslo: es más cómodo redimir o condenar a las putas que legislar para proteger a las mujeres.

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