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Ramón Aguiló

Escrito sin red

Ramón Aguiló

La nueva normalidad es una distopía

La pandemia del coronavirus es el mayor desastre ambiental y social, existencial y laboral de nuestras vidas

Aprendimos desde muy jóvenes qué cosa era una distopía. Era lo contrario a la utopía de Tomás Moro; era una sociedad ficticia indeseable, en la que, además de por cataclismos, se caracterizaba por gobiernos tiránicos y desastres ambientales. Como sociedades ficticias han sido descritas en obras literarias, como 1984 de George Orwell, Un mundo feliz de Aldous Huxley y Fahrenheit 451 de Ray Bradbury. Tanto el período de confinamiento total como la nueva normalidad tiene elementos suficientes como para pensar que la ficción se ha convertido en realidad. La pandemia del coronavirus, por su dimensión global, el número de contagiados y fallecidos, es el mayor desastre ambiental y social, existencial y laboral de nuestras vidas, aunque ni de lejos alcancemos las cifras de la gripe de 1918: entre 50 y 100 millones de muertos; vamos por 26 millones de contagios y casi 900.000 muertos. El estado de alarma, en el que se suprimieron por parte del gobierno derechos constitucionales como el de la movilidad o el de recibir informaciones veraces, como el engaño al que fuimos sometidos al desaconsejar la autoridad el uso de las mascarillas al inicio de la pandemia (no había suficientes ni siquiera para sanitarios), o la permanente invocación a un inexistente comité de expertos para la toma de decisiones de los políticos, que culminó con el fin de la desescalada, fue ejemplo claramente distópico.

A continuación, vino la nueva normalidad que no sabemos si caducará con las vacunas que están en fase 3 de experimentación entre miles de voluntarios. Se caracteriza por el incremento de contagios, igualando los máximos de marzo, aunque con un número menor de defunciones. Se significa por la imposición de las mascarillas, las limitaciones al contacto social y los confinamientos parciales decididos por los gobiernos autónomos al decaer las responsabilidades del gobierno central por el fin del estado de alarma. Queda por saber el impacto sobre el empleo, que va a depender de la duración de los ERTE, pero que va a suponer alcanzar el 20% de paro. La caída del PIB de 2020 se calcula en torno al 15%. El comienzo de las clases con la amenaza gubernamental a los padres que no lleven a los niños a la escuela es otro elemento propio de una distopía. Las leyes que fijan la obligatoriedad de la educación presencial no están pensadas para su vigencia en tiempos de pandemia. Es el mismo Estado que afirma que no existe el riesgo cero el que enarbola la amenaza. El otro riesgo de exclusión social existe, pero para el Estado es prioritario garantizar la vida de sus ciudadanos. El ejemplo del caos en Madrid, con miles de profesores aguardando turno durante horas, a los que sólo se realizan test serológicos y no PCR para los que faltan reactivos en algunas comunidades, no presagia nada bueno. Después de 30.000 muertos oficiales y unos 45.000 reales y siendo España uno de los países con más muertos por cada 100.000 habitantes del mundo y el que peor gestión de la pandemia ha realizado en toda Europa, debería el gobierno ser más prudente en sus mensajes a la ciudadanía.

Con la identificación de la lucha contra la pandemia como una guerra, sabíamos que la primera derrotada sería la verdad. Esto ha sucedido desde el primer momento, con las mentiras del propio ministro de Interior en la destitución del coronel Pérez de los Cobos en relación a la filtración del informe de la manifestación del 8M. Continuó con la campaña de propaganda: primero, lo paramos unidos; luego, salimos más fuertes; ahora, España puede. Ni estamos unidos; ni salimos, ni estamos más fuertes, sino más débiles que nunca; y, desde luego ni España puede ni pueden sus ciudadanos sin la ayuda de Europa. En Cataluña los empresarios de la restauración se plantean incluso desobedecer a la Generalitat, para no desaparecer. Así están las cosas: Obedecer puede significar desaparecer.

La próxima batalla son los presupuestos, vitales, entre otras cosas, para tener acceso a los 140.000 millones de ayuda de la Comisión Europea. Sánchez quiere instrumentalizar la pandemia en beneficio propio; para ello ha enumerado (¡ante la plana mayor del Ibex 35 y Pablo Iglesias!), una panoplia de argumentos contradictorios entre sí: deben ser progresistas para reflejar las fuerzas representadas en el gobierno; deben ser no excluyentes; y deben reflejarla voluntad de unidad de todo el país. Dice que no va a vetar a ningún partido, ¡como si tuviera esta capacidad! Sus socios de Unidas Podemos se han declarado incompatibles con Ciudadanos, lo que contradice la no exclusión. Si deben ser progresistas, se excluye o se dificulta el apoyo de fuerzas políticas que no se identifican con el calificativo de “progresistas”. La voluntad de unidad de todo el país sólo la puede reflejar o bien un gobierno de concentración o bien uno de coalición que represente una gran mayoría de diputados; si ahora no, por soberbia de Sánchez, ¿cuándo?; ni siquiera existe unidad dentro del gobierno, como refleja su radical disenso sobre la forma del Estado. El intento de amedrentamiento al PP basado en la acusación de “no querer arrimar el hombro” es el enésimo de un presidente trilero para eternizarse en el poder mintiendo a los ciudadanos con palabras que se deshacen en su boca como setas mohosas. Nadie sabe si van a subir los impuestos como acordaron con UP o si los van a congelar de acuerdo con C’s. La solución más probable es el acuerdo PSOE-UP-PNV-C’s, que daría aire al gobierno para unos meses, pero introduciría elementos de inestabilidad en una coalición fundada en unos supuestos radicalmente distintos.

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