Diario de Mallorca

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Póntela, pónsela

Vivimos en una sociedad cada vez más embrutecida y desdeñosa, los gestos de cortesía y los modales delicados son escasos

"Llegamos a un punto en la civilización en que, si para salvarnos todos dependemos de una acción colectiva, ya perdimos"

Debret Viana

Últimamente, han ido apareciendo una serie de noticias que muestran cómo son pervertidas las leyes mínimas de convivencia que podrían preservarnos de un desastre mayor. El uso de la mascarilla se convirtió en obligatorio, más allá de las opiniones personales. Supongo que a todos nos es molesto incorporar el nuevo hábito. Nos resistimos, estamos a punto de salir y nos damos cuenta de que casi se nos olvida llevarla? Lo que nos diferencia, es lo que cada uno hacemos con eso.

Anunciaron multas por incumplir esta medida, sin embargo, no hay más que asomar la nariz a la calle -metafóricamente, digo- para encontrarse con la ley de la jungla. Sólo andar unos minutos y, a pesar de que limpian con frecuencia, siempre brilla desde el suelo alguna gasita blanca que nos mira, tirada ¿al descuido? a escasos metros de una papelera. Una oscura señal del grado de incivilidad con el que convivimos.

Recuerdo una frase que marcó mi adolescencia con su filo y nunca pude borrar la luz de su cicatriz: "Hay quien arroja un vidrio roto sobre la arena, pero hay también quien se agacha a recogerlo". En aquellos años, sin duda, el grado de erosión de las bellas costumbres, era menor. En estos, el peligro no es sólo el de cortarse con el vidrio. Ahora se suma que nadie quiere tirarle los elásticos a esa ruleta rusa donde podría anidar la Parca. Es como si nos faltaran manos o alguna inteligencia.

Y con este problema irresuelto (por decir sólo un ejemplo y no hablar de tantos otros) y con los antifaces flotando en el agua clara del Mediterráneo como barquitos de papel, hacemos el intento de esquivar la mirada y es imposible, porque nos topamos con otro horror: la gente pasea alegremente sin mascarilla, (no estamos hablando de un sombrero) o bien la llevan en el mentón, como diadema o en la muñeca. Si te encuentras con un conocido, es frecuente incluso que se la baje, como un gesto de confianza o algo así. Las imprecisiones son muchas y no hay más que ver la crecida en el número de casos para detenernos un momento a recoger esos puntos que se nos caen y amenazan con destejernos el edén, nuestra casa, nuestro cuerpo: la propiedad última.

Veo en las noticias que hubo una pelea en un avión que venía a las islas, por la provocación de unos pasajeros que se negaban al uso de la mascarilla. Muy recientemente, uno de los conductores de un autobús que suelo utilizar, hubo de detener el vehículo y llamar a la Guardia Civil, por el alboroto que desencadenó un usuario que se negaba a ponérsela. No fue un hecho excepcional, las estaciones están llenas de gente que espera que llegue el bus para colocársela y luego, al subir y sentarse, se la quitan. Me pasó dos veces la semana pasada. Las dos pedí amablemente que, por favor, se la coloquen como corresponde. La primera, consiguió, no sin fastidio de mi compañero de asiento, su finalidad. Me miró algo molesto, se la puso correctamente y me preguntó si así me parecía bien. Le dije que no se trataba de algo que me pareciera a mí y seguí leyendo. En la segunda oportunidad, la pasajera fue más insistente. Ante mi pedido se la puso, pero luego se la volvió a bajar. Respiré hondo, volví a pensar en los cristales rotos sobre la arena y, sin darme apenas cuenta, ya estaba preguntándole al conductor ¿qué se hacía en estos casos, en la nueva normalidad? Detuvo el coche, me pidió que señale a la señora (que ya se había colocado bien la máscara) y le llamó la atención delante de todos, como si fuera una niña pequeña. Ese señor no quería trabajar de profesor de instituto, os lo aseguro. Yo tampoco de agente de la ley. Pero las cosas están que arden como para ponerse a pactar con Thanatos. Vivimos en una sociedad cada vez más embrutecida, más desdeñosa. Los gestos de cortesía y los modales delicados son un bien cada vez más escaso.

Llevamos unos meses muy difíciles y los ánimos se caldean al ritmo del verano. Pienso que es preciso trabajar, pacientemente y con amor, en lo que nos concierne y en lo que no; por ver si -en parte- contribuimos a salvar la gran fragilidad de este tiempo, de esta isla como un extracto diminuto del mundo. ¿O creéis que vale decir: "¡Enciendan la luz del final del túnel que me quiero bajar!"?.

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