Mientras la pandemia vuelve a causar víctimas en progresión geométrica, otra plaga tan poderosa como ella avanza a gran velocidad y no para de hacer prisioneros. Cuando los gobiernos apenas dan muestras de preocupación comparable a la del Primer Gran Brote (de momento, ahora toca la economía), en la sociedad civil no hay conversación, cena o reunión donde no se hable de la enfermedad. De una forma que empieza a ser obsesiva y barre con todo lo demás. Desde el negacionismo irresponsable de cierta juventud a la paranoia y asepsia locoides del mundo adulto, la enfermedad y su expansión lo van cubriendo todo y la natural prudencia ante un mal se está convirtiendo en una rigidez psicológica que hará saltar por los aires más de una mente. Como ha hecho saltar por los aires parte de la vida que conocíamos aunque no todos seamos muy conscientes de ello.

La cosa da para pensar varias teorías: 1) la gente estaba muy aburrida y esto les ha dado una vidilla inesperada; como se decía hace algunos años: hay tema. 2) Se ha admitido demasiado fácilmente el miedo como animal de compañía: 'cuando somos víctimas del pánico a la enfermedad caemos en manos de los imbéciles', decía no sé quien días atrás. Ojo, pues. 3) Atados a la incertidumbre damos vueltas como burros alrededor de una noria, que es la única certeza: la pandemia. 4) La patología del escondite aséptico: ¿han pensado quienes la practican que cuando esto pase pueden estar más solos que la una? Y 5) Sobrevivir a uno mismo -sobrevivirse a costa de quien uno fue-, ¿es un ejercicio filosófico, una metamorfosis, o una barbaridad? Podríamos añadir más teorías y seguro que mejores que las aquí improvisadas pero, como verán, el panorama es alentador: mientras fluye la cháchara sobre la peste, apenas se piensa en que la vida trascurre como un tren que se cruzara con el nuestro, herméticamente cerrado y detenido en la vía no sabemos hasta cuándo. Como tampoco sabemos si habrá oxígeno suficiente para todos.

Hay una película estupenda de Isabel Coixet titulada Mi vida sin mí. En ella, a una joven madre -la delicada Sarah Polley- casada con un hombre al que quiere, le descubren un cáncer de mal pronóstico. Sin decir nada a nadie, la chica va grabando unas cintas para cuando no esté y planifica poco a poco la vida de los suyos -desde quien cuidará de sus dos hijas a la mujer que ha de estar con su marido- cuando ella falte. La vida va pasando a su alrededor y todos viven en la inconsciencia de lo que le ocurre a ella, a la que se le está escapando y aún así piensa y trama cómo ha de ser cuando no esté, mientras escribe listas de cosas pendientes y de otras por hacer.

La sensación ahora es parecida a la de la protagonista de la película de Coixet, pero sin lista de cosas por hacer. Las listas, de haberlas, son de cosas que no parece que podamos hacer durante un tiempo sin fecha y sin saber si será nuestro último tiempo. La vida sin vida y tampoco parece que nos demos cuenta. Estar pendientes de los avances de la enfermedad no es más que una forma de anestesia ante la situación que se está viviendo y continuará. La nueva normalidad es la anormalidad cotidiana y lo que es peor: agachamos la cabeza ante ella para que la amenaza que está ahí fuera, bailando sobre nuestras cabezas, no nos las corte de un solo tajo. Sin pensar que mientras tanto vamos perdiéndolas. Las cabezas, digo. Y no pasa nada o eso es lo que se cree. Del mundo de ayer -y no me refiero al de Stefan Zweig, sino al nuestro- cada día que transcurre va quedando menos. Me pregunto qué quedará y si podremos reconocernos en lo que quede, o caeremos en la cuenta de que fue inútil tanta protección si el resultado es el que va a ser.

'Ojalá vivas una época interesante', reza la maldición china. Pues aquí está: ya vivimos una época muy interesante. Como Hérnandez y Fernández, yo aún diría más: interesantísima. Quienes la cuenten hablarán de nosotros como de los bizantinos antes de la caída de Constantinopla habló el viajero Benjamín de Tudela -nuestro Marco Polo-: 'reclutan mercenarios de todos los pueblos gentiles, llamados bárbaros, para guerrear con el sultán Masud, rey de los turcomanos, porque ellos carecen de espíritu combativo'. Pues algo así, sólo que el turcomano de ahora es un virus y los mercenarios gentiles las vacunas imaginarias y otros remedios milagrosos que tanto tardarán en llegar.