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Antonio Papell

La sombra de Alfonso XIII

Alfonso XIII, abuelo de don Juan Carlos I, perdió el trono porque no supo conservar el prometedor ensayo democrático de la Restauración y colocó arbitrariamente al frente del Estado a un militar africanista que presidió una reprobable dictadura; finalmente, los votos de los ciudadanos en unas elecciones municipales forzaron en abril de 1931 el exilio apresurado y clandestino del monarca, que nunca más regresaría a España, y que dejaba tras de sí al marcharse la Segunda República.

Es obvio que las circunstancias son hoy muy distintas. El régimen goza de buena salud, la democracia está intacta y la Corona, tras la abdicación de un desfondado Juan Carlos en 2014, ha resurgido con fuerza y cumple impecablemente sus escasas pero relevantes funciones constitucionales, incluso la simbólica de preservar la unidad del Estado y representar los grandes valores sobre los que se erige la Carta Magna. Pero precisamente por toda la carga inmaterial que ostenta una institución de tanta densidad histórica, hubiera sido conveniente no reproducir la imagen plástica de la salida del Rey emérito del país por la puerta de atrás. La Fiscalía „en este caso la del Supremo, por el aforamiento que lo ampara„ está investigando presuntos delitos económicos que se le atribuyen, y cuya mera sospecha ya obligó al Rey en ejercicio a tomar determinadas medidas para proteger la institución de lo que pueda derivarse de tales pesquisas. Y es bien sabido por la opinión pública que cuando la Justicia abre una causa, se asegura de que los encausados estén a su disposición y no salgan del país. Hay una paradójica contradicción entre esta marcha por sorpresa y el reconocimiento público de que existe una inquietante investigación en marcha, que por supuesto no ha destruido aún la presunción de inocencia. El abogado de don Juan Carlos ha emitido una nota en la que asegura que el rey emérito está a la entera disposición de la Justicia „un extremo que debió haberse hecho constar en la nota oficial de Zarzuela„, pero esta puntualización obvia no resuelve los aspectos vidriosos de la marcha.

La otra opción, que algunos hubiéramos considerado más adecuada, hubiera sido que, si a la luz de las primeras investigaciones la Fiscalía del Supremo hubiera decidido proseguir las actuaciones, don Juan Carlos se hubiese retirado de su última residencia en La Zarzuela, una dependencia del Patrimonio Nacional, y se hubiera alojado en una vivienda adecuada, que sin duda hubiera sido muy fácil de encontrar en su propio entorno de amigos personales. Tras la instauración de la monarquía en 1975, don Juan de Borbón, padre del Rey, vivió muchos años de prestado en una mansión de la Moraleja, precisamente para no generar conflicto institucional alguno. Desde un retiro de esta naturaleza, el rey emérito no hubiera interferido con las instituciones ni hubiese lanzado al mundo el poco edificante relato que hoy circula en las primeras páginas de los periódicos de los cinco continentes.

Es inexcusable que la Justicia actúe para que se cumpla el axioma de que la ley ha de ser igual para todos, pero hay razones de Estado que podrían recomendar que el rey emérito reconociera personalmente, de manera discreta y clara, sus errores ante la Fiscalía del Supremo, el Tribunal dictara su sentencia y el Gobierno procediera a indultar en el acto a quien, además de haber cometido llamativas equivocaciones, prestó un innegable servicio al país y ha contribuido a que España, que era un pobre país autoritario y tercermundista hace medio siglo, sea hoy una gran democracia y una de las primeras potencias de la tierra. Durante décadas, antes de arruinar su propio retrato, Juan Carlos ha mostrado una imagen limpia y moderna de España, que es la que todavía prevalece cuando el tiempo del anterior monarca ha pasado. Por desgracia, hoy tenemos que asistir a un final lamentable, que no debe empañar a una institución que se ha rehecho rápidamente con otro titular, don Felipe, que ha devuelto la prestancia y la funcionalidad a la jefatura del Estado. Quienes quieran un cambio de régimen tienen ya su carnaza, pero los que estamos simplemente comprometidos con la actual Constitución tenemos la obligación de no confundir una deriva insólita y aislada con el espíritu de aquel gran movimiento que cuajó en el fecundo régimen del 78.

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