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Desde la sala

Desconexión digital y desconexión mental

Desde la declaración del estado de alarma del pasado 14 de marzo, el asalto de la conexión digital en sus más diversas versiones ha sido un hecho. Quien más quien menos hemos tenido que conectarnos a ordenadores y tabletas una y mil veces, así como acceder a nuevas plataformas y a aplicaciones desconocidas dentro de la ingente oferta de las nuevas tecnologías. Eso sí, sin horarios ni límites, ya que en determinadas ocasiones la situación lo requería. Sin embargo, inmersos ya en la discutiblemente denominada "nueva normalidad", llega el momento de reajustar el escenario y de esgrimir más que nunca el derecho a la desconexión digital, si al menos convenimos en que el estrés que genera la utilización de los dispositivos ha de ser la excepción y no la regla.

El citado derecho a la desconexión digital -reconocido para respetar el periodo de descanso, los permisos y las vacaciones, amén de la intimidad personal y familiar- ampara a los trabajadores a la hora de no contestar llamadas, correos electrónicos o mensajes de móvil fuera de su horario laboral. Dicho de otro modo, las empresas pueden enviar tales comunicaciones cuando lo estimen oportuno, pero sus empleados no están obligados a responderlas hasta que se inicie su jornada de trabajo. Sin embargo, se está observando desde un principio el abismo existente entre ese planteamiento teórico legal y la práctica efectiva. La Ley Orgánica 3/2018, de 5 de diciembre, de Protección de Datos Personales y Garantía de los Derechos Digitales, incorpora en su artículo 88 el derecho a la desconexión digital en el ámbito laboral, reconociendo como tal la garantía, fuera del tiempo de trabajo legal o convencionalmente establecido, del respeto del tiempo de descanso, permisos y vacaciones, así como de la intimidad personal y familiar, e integrando el citado derecho en la normativa sobre empleo.

En ese sentido, las políticas internas deberían recoger, de forma clara y previa audiencia de los implicados, sus horarios de trabajo y sus momentos de descanso, y concretar -preferiblemente en un acuerdo anterior- las situaciones excepcionales de emergencia en las que dichas comunicaciones se tornen imperativas. Obviamente, el presente asunto se halla íntimamente ligado a la figura del teletrabajo, tan de moda últimamente y que, de no abordarse correctamente, puede constituir una puerta abierta a todo tipo de abusos, siendo las mujeres las perjudicadas en mayor medida. Lo más aconsejable, pues, es que las empresas dispongan dentro de sus departamentos de Recursos Humanos de especialistas en prevención de riesgos laborales capaces de identificar los efectos negativos asociados a la hiperconectividad y preparados para formar al resto del personal en el uso adecuado de los dispositivos digitales.

Por lo que respecta a los propios empleados, también resulta fundamental poner límites en el caso de apreciar excesos. A veces es necesario decir "no" y, al mismo tiempo, saber distinguir los diferentes grados de responsabilidad entre los miembros de una plantilla, habida cuenta que no es lo mismo ser un alto directivo que un mando intermedio o un becario. Establecer, pues, una línea clara que diferencie el tiempo laboral del tiempo personal se alza como esencial a la hora de potenciar el derecho a la conciliación de la vida familiar, precisamente para evitar ese riesgo cierto de que continúe creciendo la brecha de género.

Si de verdad aspiramos a conformar una sociedad honesta que piense en recurrir al teletrabajo más allá de la crisis sanitaria y del aislamiento social, urge llevar a cabo un ejercicio de introspección que permita identificar las barreras que impiden establecer un modelo de organización en el que la desconexión digital ocupe un lugar preeminente. De ahí, el derecho a no recibir llamadas ni correos fuera del horario acordado, a no fijar videoconferencias ni reuniones virtuales y a no exigir la entrega de informes, incluso aunque el trabajador no manifieste ningún inconveniente al respecto. Los empleadores deben garantizar siempre ese derecho porque, además del trabajo, están en juego la salud y la felicidad.

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