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Otro borbón en el exilio

Ni un Borbón sin su exilio. De los últimos monarcas que ha dado esta dinastía, uno, Alfonso XII pasó del destierro en Francia al trono de España; su sucesor, Alfonso XIII, acabó en Roma en 1931 tras unas elecciones locales que, según cuenta la historia, fueron más un plebiscito entre monarquía o república que el hecho democrático de elegir alcaldes. Don Juan asumió los derechos dinásticos de su padre, pero para entonces España estaba a punto de enfrascarse en una guerra civil que acabó con la monarquía y con el heredero real en la vecina Estoril. Franco creyó que lo había dejado todo "atado y bien atado" cuando nombró sucesor a Juan Carlos y obligó al padre de éste a renunciar a sus derechos al trono.

La apuesta del padre de Felipe VI por Adolfo Suárez y la democracia, su papel fundamental en la Transición, su papel nunca aclarado del todo (aunque bien incrustado en la conciencia de la sociedad española a mayor gloria del monarca) en la asonada del 23 de febrero de 1981 y un prestigio labrado a fuego lento dentro y fuera de una España atenazada por el terrorismo de ETA y que miraba de reojo a los cuarteles, consiguieron que una nación salida de una dictadura viera en Juan Carlos el espejo de la honradez y el esfuerzo, el salvaguarda de la estabilidad en una patria de cainitas y la piedra angular de un estado plurinacional en el que conviven tantos idiomas como peculiaridades territoriales.

El general De Gaulle lo había expresado muchos años antes de un modo más de ir por casa y con menos pompa palaciega. En alusión a Francia, el héroe galo de la Segunda Guerra Mundial se lamentaba de lo difícil que era gobernar un país con más de 300 variedades de quesos. Pues lo mismo en España, donde cada región puede presumir de su especialidad quesera. De Gaulle acabó dimitiendo y Juan Carlos ha anunciado que abandona el país, una forma elegante de admitir que los chanchullos derivados del cobro de comisiones y los líos de faldas que aderezan el modo en que ha amasado su fortuna no le han dejado otra opción que el autoexilio. Otro más.

Las investigaciones por presunta corrupción nacidas en la Fiscalía suiza, la constatación de que trató de blanquear su dinero trasvasándolo a la cuenta corriente de la supuesta amante, la convivencia con un gobierno y sus socios parlamentarios, parte de los cuales andan con el cuchillo en la boca a la espera de evidencias contra todo lo que emane de la Zarzuela y la presión enorme que todo ello representa para el actual monarca, no podían acabar más que con Juan Carlos cruzando la frontera, poniendo tierra de por medio y poniéndose a disposición de la Justicia española.

La actitud del emérito pone en un serio aprieto a su hijo. Siempre se ha dicho que España, desde 1975, no era un país monárquico, sino juancarlista. Al rey Juan Carlos se le debían, entre otras muchas cosas, la estabilidad de una nación que acaba de salir de una dictadura, que gestó las bases del estado autonómico y que apaciguó a los militares cuando en muchos regimientos acariciaban el gatillo día sí, día también. Todo eso lo ha tirado por la borda Juan Carlos I.

Las nuevas generaciones (incluso muchos de quienes crecieron con la Transición y la democracia) sienten que nada deben a Felipe VI; opinan que la monarquía y la sucesión en la jefatura del Estado a través de derechos de sangre y emanada del poder de Dios es un anacronismo tan obsoleto como la infalibilidad del Papa. Pero la monarquía también va con los tiempos, con las crisis y con las pandemias, y en esa línea, como fiel espejo de la sociedad española, parece que los hijos están condenados a tenerlo más difícil que sus padres. Mala herencia le han dejado a Felipe VI.

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