Nos acercamos al ecuador de un verano pálido y desolado. Unas fechas donde desde hacía ya muchos años, Ibiza se vestía de fiesta, bailando hasta que se le desvelaba la noche. Se pintaba los labios con espuma y nos salpicaba esa alegría expansiva como una gran sonrisa. Pero este año son tantos los besos que se han quedado sin labios. Las sonrisas enmascaradas entre gasas que ni siquiera se sabe hasta qué punto protegen bien del mal.

Habíamos conseguido salvar un puñadito de ilusiones y las apostamos todas al verano. Primero nos abrieron la calle, algunas cuantas tiendas de segunda o tercera necesidad, las playas... Nos pareció ver asomar un oasis en ese tiempo desierto de diferencia, en el que todos los días se parecían y del cual tanto queríamos salir.

Veníamos tan bien que nos eligieron para ser parte del escenario de un experimento. El virus -al parecer- había amainado. Muy posiblemente por los cuidados delicados con que veníamos cumpliendo y de los que pensábamos que estábamos comenzando lentamente a despedirnos. Casi nos convencieron, mostrándonos la cara amarga del otro lado del horror, del otro lado de la vida, es decir: la bolsa.

Era cierta también esa otra verdad que se había puesto a los gritos, que la economía se debilitaba como una hambrienta flor carnívora que nos estaba cercando con sus más afiebradas espinas.

Entonces, estaba casi todo a punto, los hoteles, los restaurantes y un amplio etcétera de comercios varios. Los vuelos iban llegando y parecía que nos habíamos liberado -al menos en parte- de la amenaza que no cesaba de movernos cada una de las baldosas que pisábamos. Mucha gente estaba retomando su vida laboral, otros tantos estaban a punto. Parecía que sí, que ya por fin, que el despegue de la temporada era inminente y, de repente otra vez, se astillan todas las estrellas y, bajo esa luz precaria, el virus asoma sus nuevos brotes y nos muestra que sólo estaba en duermevela.

Le habíamos jugado todo al rojo y están las expectativas por fundir en negro, por volverse una bruma viscosa que se pega en el alma, en las palabras.

En estos últimos meses, he podido observar en el trabajo clínico, un importante incremento de ciertos sentimientos bastante amplificados. Miedos que amenazaban con convertirse en trincheras de ningún intento. A algunos una tristeza infinita les dificultaba tan sólo imaginar una tinta nueva con que escribir el próximo paso. Otros se llenaban de furia y ebrios de esa luz mala, ardían hasta tiznar su color con malos humos y vestirse de ceniza. Otros parecían sumergidos en una supuesta indiferencia, también exagerada, semejante a bajarse la mascarilla y sentarse en el asiento de al lado. Un gesto que todos hemos visto repetido en estos días y que deja al desnudo un desdén muy poco saludable, además de evocar una endeble relación con la ley.

Las convulsiones de la inquietud acechan. Son tiempos más sombríos que en el poema de Bertolt Brecht. El mundo está en peligro y hay cosas que no tienen palabras todavía. Que aún no están construidas y en algunos casos ni siquiera trazadas como sueños o deseos.

Son tiempos donde importa más que nunca afinar la puntería. Porque el estruendo de esto que aún no hemos podido sobrevolar es también exagerado. Porque siempre es mejor poder aunque sea con ayuda, que no poder solos. Porque es perentorio tomarnos el trabajo de encontrar otras frases, otras posibilidades, de escuchar-nos con otras palabras, que nos permitan inventar maneras de abrirle la ventana a una nueva forma de vivir.

¡Es imprescindible trabajar para encontrar una combinación que lo haga posible!

Necesitamos repensarnos en una vida más respirable y con lugar para todos.

*Psicolanalista