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José Carlos Llop

Celtas y sajones: una conspiración

No supieron controlar la enfermedad en su propio país y ahora toman medidas contra el nuestro

La primera vez que vi a Fernando Simón en el televisor de casa, pensé: 'oh, es un hobbit'. Poco después, en un artículo publicado en The Objective, lo bauticé como el druida Simónix, por sus fórmulas estrambóticas e inauditos consejos sanitarios. Pero tras ese bautizo me volvió a asaltar la duda de si no se parecía más a Bilbo, el hobbit mayor de El señor de los anillos. Desgraciadamente, hace poco murió el actor que representaba a Bilbo y en las fotos que aparecieron en prensa, el difunto podía pasar muy bien por hermano de Fernando Simón. Ya saben: por un lado, los hobbits -que son buenos- los druidas -entre los que hay de todo- y los orcos, que son muy malos y asquerosos. ¿Quién sería el gran orco?

Por otro, nosotros, o sea el mundo mediterráneo.

En aquel momento esas semblanzas druídicas y del mundo de Tolkien, personificadas en el doctor Simón, eran un aviso de lo que podía ocurrir. Nunca ironizo sobre nadie por su nombre o físico, pero esta vez había algo anunciatorio que me hizo pensar en lo celta y lo sajón y en que de ahí, en la Antigüedad, nada bueno nos vino nunca. A los mediterráneos, quiero decir. Entonces deduje que el gran orco podía ser -sólo podía ser él- Boris Johnson, ávido de que las divisas se queden en la campiña inglesa, y sus hordas los viejos partidarios del Brexit, en una batalla que iba a causar muchas bajas y aún no estamos ni al comienzo de la epopeya.

Esto me produjo gran desolación porque literariamente he sido anglófilo casi toda mi vida. No sólo: Winston Churchill es uno de mis mitos particulares, la galería de personajes excéntricos que han dado la aristocracia y el arte británicos otro más, la música de Tallis ilumina muchos de mis días, y mi monarquismo se ha fundamentado siempre en la liturgia de los Windsor (del mismo modo que mi republicanismo está en el esplendor burgués de Francia). O sea que uno está acostumbrado a estar demediado desde el origen -dos lenguas, una sola cultura, ya saben-, pero la situación empieza a ser inquietante. Simónix -atención con la primicia- puede ser un agente del Foreign Office, o peor: del MI6. Si nos fijamos en la seducción causada por él entre el sexo femenino y el sexo progresista de nuestro país, digamos que para ser agente del Gran Orco Boris, no importaba esperar a que manifestara su alegría por la cuarentena impuesta en Gran Bretaña contra los que han venido a casa y regresan a la suya. Bastaba con los estragos afectivo-carnales que ha provocado. Como 007 y unos cuantos agentes más.

Nuestra economía se hunde y al epidemiólogo no le parece mal la causa. La abuela de un buen amigo mío les decía a sus nietos: ' Callar és sucre'. Pues eso. Y si no sabe callar, que no parece, porque un micro le gusta más que Scarlett Johanson en la ducha, que escuche a nuestra presidenta Armengol cuando hace unos días -antes de la alegría de Simónix- dijo una frase premonitoria que parecía salida de Shakespeare: "de cómo vaya este verano, irá nuestro invierno" La frase es maravillosa, y el dolor está en lo que encierra. Pero sacada de contexto podría ser la frase de una mujer a su marido, o al revés. Y vuelta a meter en su contexto aparece Shakespeare de nuevo, en la escena primera de Ricardo III: este será "el invierno de nuestro descontento". Que es lo que va a ser, el invierno de nuestro descontento y Francina Armengol nos avisa, como es su responsabilidad. Con una frase, repito, muy hermosa.

Shakespeare continúa: "el invierno de nuestro descontento se vuelve verano bajo este sol de York y todas las nubes que encapotaban nuestra casa están en el fondo del océano". Pero el Gran Orco Boris nos niega el sol de York y nos envía a cambio las nubes que han de encapotar nuestra casa. Cuando Shakespeare se cuela entre nosotros una vez y otra, quiere decir que nos atacan con artillería pesada. Todo está en Shakespeare, o la invención de lo humano, que dijo Harold Bloom tomándolo de los Diarios de Berlioz (el hallazgo es mío): "Después de Dios, Shakespeare es quien creó la mayoría de las cosas".

Antes de que el gobierno central decretara el estado de alarma, el Govern Balear ya había cerrado las islas frente al bicho: fue bien. Mejor hubiera sido en la semana previa, pero se llegó a tiempo -fue Armengol, de nuevo, la artífice- y nos evitamos grandes dosis de sufrimiento y dramática improvisación. En ese preciso momento no conocíamos aún al epidemiólogo Simón, que debía de estar tocando la guitarra en alguna party cumbayá. Pues fetén, pero ahora lo que está tocando es la gaita cuando el choque entre celtas y mediterráneos es inevitable. En fin, habrá que acallarlo con xeremies. Porque, aunque prefiramos unas islas plácidas y más desalojadas de lo que estaban hasta el año pasado, cada vez resulta más evidente que el Brexit no era sólo irse: era machacar a quien se quedara, como han machacado la Unión Europea mientras pertenecían a ella. No supieron controlar la enfermedad en su propio país y ahora toman medidas contra el nuestro. Como si no hubiéramos visto The Crown y la forma en que se las gastan.

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