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Ramón Aguiló

Escrito sin red

Ramón Aguiló

Qué son niveles de vida decentes

Juan Carlos, en su comportamiento privado, demuestra su verdadera concepción del poder monárquico, el de la monarquía absoluta

Siempre ha sido motivo de escándalo el contraste entre el discurso público y la conducta privada. Quizá por eso existe un celo extremado en salvaguardar a esta última de las intromisiones de los otros. Y seguramente esto es así y es aceptado porque tiene que existir un consenso generalizado en que no es posible cohonestar absolutamente lo privado y lo público. Responden a la contradicción permanente entre la pulsión que persigue el máximo beneficio para el individuo y el interés que trasciende del mismo en beneficio de la colectividad que, en último término, también beneficia al individuo. A esta contradicción responde la conocida reflexión de que la convivencia no sería posible si el lenguaje que utilizamos reflejara la realidad de nuestros pensamientos. El lenguaje sirve para ocultar el pensamiento y posibilitar la vida en común. Algo que aparece como una necesidad de supervivencia; no solamente en el mundo humano, también en algunas especies animales, expertas en el arte de mentir para deshacerse de competidores en alimentación y sexo.

Así, ha causado escándalo la noticia de la comunicación de 2011 en la que Juan Carlos I le dice a su testaferro Arturo Fassana que transfiera a Marta Gayá, antigua "amiga entrañable", según terminología borbónica para designar a los amores clandestinos, la cantidad de un millón de euros para que tenga un "nivel de vida decente", al disponer ella de "pocos recursos financieros". El entonces rey, a todos los efectos, manifestaba su intención de completar la dádiva en 2012 con un millón adicional. Los acontecimientos de Botswana y sus consecuencias impidieron que pudiera realizarse esta promesa. No digo que no pueda ser plausible y digno de reconocimiento el cuidado con el que alguien con medios económicos, hombre o mujer, compense o ayude a antiguos amores obligados por las circunstancias a sobrevivir con modestia. Un conocido arquitecto palmesano se jacta de dejar colocadas a todas sus amantes, sea con una tienda de ropa o con algún otro negocio relacionado con la moda. Pero cuando se trata de alguien que no se ha recatado en sermonear a toda la ciudadanía española con la necesidad de tener una conducta ejemplar y de un dinero que parece tener un origen absolutamente irregular, tal compensación a "amigas entrañables" es disparar con "pólvora del rey"; demasiado fácil, con dinero ajeno, quedar bien. Si a eso se le añade que la discreta Marta Gayá, a la que se refiere la prensa madrileña como "la empresaria mallorquina Marta Gayá" tiene su residencia en Suiza, suele veranear navegando por las islas griegas y tiene amistades como nuestra exquisita Marieta Salas, no se acaba de discernir cómo es todo posible sin recursos financieros. Al margen de los recursos de Gayá, notables por herencia familiar, la nota de Juan Carlos I revela de forma prístina lo que entiende de verdad sobre lo que significa tener un nivel de vida decente, o lo que es lo mismo, que lo que tenemos la gran mayoría de ciudadanos españoles, es una vida indecente. Talleyrand, citado por Bertolucci en Prima della rivoluzione, lo exponía con claridad meridiana: "Quien no ha vivido antes de la revolución no sabe lo que es la dulzura del vivir". Juan Carlos, en su comportamiento privado demuestra su verdadera concepción del poder monárquico, el del anterior a la revolución francesa, el de la monarquía absoluta. Su "cuidado" y muestra de amor explicitado por Corinna Larsen con su transferencia de 64,8 millones de euros, no era tal (¿un nivel de vida treinta veces más decente que el de nuestra Marta Gayá?). Simplemente, después de Botswana, pretendía ocultarlos: "Me he equivocado; no volverá a ocurrir". Corinna era su testaferro, pero se ha quedado con los millones. ¿Enamorados? ¡Qué va, una pelea de pícaros disputándose el botín!

Los acontecimientos de los días pasados, la detención del presidente de la Autoridad Portuaria, Juan Gual, el del director y otros directivos de la APB, la investigación a la abogada del Estado, Dolores Ripoll, invitan a reflexionar sobre la conducta de nuestros dirigentes políticos responsables de sus nombramientos en una institución que acumula denuncias, sospechas y escándalos. La presidencia de la APB la nombra el consejo de ministros, pero a propuesta de la presidenta de la Comunidad, Francina Armengol. En el PSOE dicen que Gual es un capricho de Armengol. Pero lo cierto es que de la misma manera como podía sorprender que un empresario como Gual, arruinado y endeudado con La Caixa y con Isba (por lo que sus propiedades fueron embargadas) fuera elegido presidente de la Cámara de Comercio, también su nombramiento a instancias de Armengol ("da prestigio") produjo perplejidad en su momento, así como que Gual manifestara ser "de izquierdas".

Por supuesto hay que respetar la presunción de inocencia, pero parece imposible que pueda sostenerse Gual en el cargo hasta que haya resoluciones judiciales, que, vista la experiencia anterior, puede ser dentro de diez años. Cada día que pasa sin que Armengol pida a Sánchez su destitución es un interrogante más grande de por qué situó a un Gual de derechas y con deudas millonarias en un puesto público retribuido (con datos de 2015 sin actualizar y con un compromiso de transparencia absolutamente olvidado) con 90.000 euros anuales, entre básicas y variables, (dietas aparte) y con competencia sobre concesiones millonarias. Quizá es que pensó que se merecía un nivel de vida decente. También dispara Armengol con pólvora del rey, no sólo Juan Carlos.

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