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Daniel Capó

Los felices noventa

La tragedia empieza siempre en el paraíso. Esa es la lección del Génesis, ya en los albores de la historia. Dante tiene que subir del Infierno al Paraíso, al igual que Eneas ha de huir de Troya, su amada patria, para fundar el linaje latino en la futura Roma. El ensayista Ramón González Férriz ha titulado La trampa del optimismo su particular periplo sentimental por los años noventa, origen -en su opinión- de las dificultades económicas y políticas que padece la democracia liberal en nuestros días. "El rasgo esencial que deberíamos recordar de la década de los noventa -constata- es el optimismo" y fue esa pasión ingenua (con el comunismo derrotado, la globalización en marcha, la tercera vía como respuesta ideológica y la tecnoutopía como marco de futuro) la que marcó el tono de un paraíso que floreció durante unos años, hasta que dejó de serlo cuando la Historia -con su carga de culpa y dolor- reclamó de nuevo un asiento preeminente.

Los noventa fueron la década sin siglo, el eslabón perdido que condujo del breve siglo XX (1914-1989) al actual, cuyo inicio fue un once de septiembre de 2001. Una década sin siglo, porque Fukuyama había anunciado- ya el final de la Historia y porque en el jardín del Edén, además, sólo se cuentan las horas felices. El optimismo sin freno de aquella época se llamaba euro y Maastricht, Juegos Olímpicos de Barcelona y primera globalización, llegada de internet y Nokia, burbuja "puntocom" y series de éxito como Friends. Los noventa representaron también el triunfo a gran escala de la cultura pop al ritmo de la MTV, de Bob Dylan cantando para Juan Pablo II o de Tony Blair confundiéndose con la figura de Bono. Aunque González Férriz no lo apunta -o lo hace sólo tangencialmente-, los niños que crecieron en los ochenta y los noventa se educaron en la televisión (no en el cine) y en la música (no en la literatura). Fue estrictamente la primera generación universitaria que se formó (que nos formamos) de espaldas a los libros, a pesar de toda la parafernalia Barco de Vapor. Llegamos a la vida adulta desliteraturizados, sin más bagaje que un vago optimismo: un mundo sin conflictos que se dirigía hacia un lugar siempre mejor.

La trampa del optimismo fue también una tentación. Se trataba de demostrar nuestra superioridad sobre el pasado: los conflictos pertenecían a épocas oscuras de la humanidad y, tan pronto como abrazabas los valores de la modernidad, las dejabas atrás para siempre. Los felices años veinte se acabaron con el gran crack del 29. Tras los noventa llegó también el yihadismo, el estancamiento de Europa, la fractura social y el retorno de los populismos. De repente, lo sólido se había vuelto líquido y las certezas se habían convertido en sombras. Y entramos en un círculo distinto, cada vez más desesperanzado. "Igual de peligroso, con todo -sostiene González Férriz-, sería sucumbir a una trampa del pesimismo. Estamos entrando en una era nueva, una que los años noventa contribuyeron a crear. Una era que está pagando muchos de sus excesos. Es perfectamente posible que seamos capaces de conformarla de tal manera que aún permita el fortalecimiento de la democracia liberal y la vuelta más inclusiva, menos propensa a excesos y burbujas, más prudente". Confiemos que así sea. Entre otros motivos, porque tras la noche llega el amanecer.

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