El Parlamento europeo ratificó el jueves el acuerdo histórico al que llegaron los jefes de gobierno europeos el pasado martes. Cuando parecía en una posición encallada, la Unión Europea (UE) ha sabido estar a la altura de las circunstancias. La crisis generada por la pandemia de la Covid-19 se adivina tan grave que era imprescindible que Europa respondiera con un plan de recuperación ambicioso, solidario y transformador.

El acuerdo es histórico porque sienta precedentes en dos sentidos. Primero, porque la UE responde a la crisis con estímulos, no con recortes como en 2008, y lo hace con un potencial financiero de 1,8 billones de euros -cifra muy cercana a los 2 billones que pedíamos los países del sur-. Esta cantidad se suma a los 540.000 millones ya aprobados hace unos meses. Segundo, porque parte de la deuda que se generará para financiar la recuperación se mutualizará; es decir, los estados no tendrán que cargar con todo el peso de la deuda porque la Comisión transferirá una parte importante de los fondos en forma de subsidios. Esto contribuye a evitar una hipotética segunda crisis de deuda en aquellos países que hemos sufrido más la pandemia. Europa no había dado nunca un paso tan importante hacia más integración fiscal y, aunque ha habido conocidas resistencias por parte de unos pocos gobiernos, esto mismo es lo que pedía el Parlamento europeo, la Comisión Europea y la mayoría de los estados. Por estas dos razones, el acuerdo del 21 de julio abre un nuevo capítulo en la historia de la integración europea.

Estos 1,8 billones se reparten entre el plan de recuperación más inmediato, el llamado “Próxima Generación UE”, con 750.000 millones que se invertirán entre 2021 y 2022, y el marco financiero plurianual para el periodo 2021-2027, que contará con 1,074 billones que financiarán los programas europeos que tienen que ayudar a transformar nuestro sistema productivo.

Es en este segundo punto, en el presupuesto marco, es donde muchos eurodiputados, incluidos los socialdemócratas, vemos algunos puntos del acuerdo que no nos satisfacen. Los programas Erasmus y Horizon o la futura Garantía Infantil son ejemplos de partidas que se han rebajado y que tendremos que renegociar en el Parlamento. Pero está claro que el acuerdo no puede ser perfecto para todos, por muy histórico y muy positivo que sea. Si no, no sería un acuerdo. Los compromisos, las renuncias y los pactos son imprescindibles para que se pongan de acuerdo veintisiete países con gobiernos de distintas ideologías, con intereses nacionales divergentes y, en ocasiones, enfrentados, y diferencias profundas sobre la idea que tienen de Europa. De hecho, el hecho de que se pueda llegar a un acuerdo partiendo de estas posiciones es lo más bonito de la política europea.

Pese a algunas imperfecciones, bajo mi punto de vista, el acuerdo es sumamente positivo. No sólo porque ayudará mucho a impulsar la recuperación de España y los demás países, o porque, como he comentado arriba, hayamos conseguido mutualizar deuda. Es muy positivo porque la Comisión, el Parlamento y los estados han dado por sentado que esta vez no se podía recortar el Estado del Bienestar.

Europa avanza cuando, por fin, hay consenso sobre lo fundamental que es el Estado y sus servicios públicos para el bienestar y la salud de los ciudadanos y las ciudadanas. Una idea que nació con la socialdemocracia europea hace unas décadas y que, hasta hace poco, muchos conservadores y neoliberales discutían e intentaban desmontar. La pandemia, que se ha cobrado casi 200.000 vidas en Europa, está demostrando cuánto necesitamos los sistemas de salud públicos universales y de calidad. Y de la misma forma que la sanidad, también son imprescindibles la educación, los servicios sociales, la vivienda o muchos derechos básicos más a los que demasiados ciudadanos y ciudadanos no pueden acceder por si solos, porque vivimos en una sociedad desigual. Es por esta razón que es imprescindible el Estado del Bienestar. Por lo tanto, este acuerdo histórico para Europa tiene que relanzar nuestra economía, transformarla para que sea más sostenible, más digital y más competitiva. Pero, muy especialmente, también tiene que reforzar la capacidad de las instituciones para asegurar derechos y oportunidades. Porque no podemos dejar a nadie atrás, ni en su salud, ni en su bienestar.