Hace escasos días estuve hablando con la hija de unos amigos de todo un poco y la conversación derivó finalmente hacia el coronavirus. Aunque a estas alturas ya debería estar curado de espantos, reconozco que me sorprendió su grado de incredulidad sobre lo que sabemos del COVID-19. Sobretodo por venir de una persona cultivada. Su mensaje de fondo era invariablemente el mismo: todo - el confinamiento, las mascarillas, las distancias- es una gran exageración, nos quieren más controlados. Me impresionó todavía más su negativa, casi militante, a seguir las medidas preventivas más elementales. Sus argumentos eran de lo más variopinto y a menudo iban revestidos de un carácter reivindicativo (invariablemente alegaba "mis derechos") como si esto fuere a darles más fuerza. No sé si finalmente la convencí pero al menos la hice dudar. O esta fue mi impresión.

Aunque este caso puede parecer anecdótico, o raro, quizás no lo sea tanto. Casi a diario, me encuentro con situaciones de trasfondo parecido, aunque no siempre planteadas de forma tan ingenua. Un día, es un médico que me comenta su frustración por las continuas solicitudes, a menudo infundadas, de exención del uso de mascarilla. Otro día, es un colega de prevención que se las ha tenido tiesas con este o aquel por no haber avisado antes de haber tenido contacto estrecho con un caso (para qué, si "yo estoy bien"). Ni siquiera en los ámbitos profesionales, supuestamente bien informados, uno puede estar del todo tranquilo. A la mínima que uno se descuide ya se ha colado en la discusión la conveniencia de "relajar" (entiéndase "incumplir") los protocolos preventivos requeridos.

No dudo que haya gente que, directamente, cometa estupideces. O que sea negligente. Pero, aún a riesgo de simplificar, creo que muy a menudo estas situaciones obedecen fundamentalmente a dos tipos de actitudes: a) el poco o nulo respeto por el conocimiento científico o b) la falta de sentido de solidaridad comunitaria. O ambas a la vez. Y creo que es en esta doble denegación, de la realidad objetiva de la pandemia en el primer caso y de la necesaria adhesión al principio de la salud como un bien público en el segundo, donde radica una buena parte del fracaso en la contención de la pandemia, sea a escala global o a escalas más locales. No quiero que se me malinterprete pues doy por hecho que hay otras causas, muy en particular las derivadas de las dificultades intrínsecas de control de una enfermedad tan contagiosa y la mejor o peor adecuación de las políticas públicas de sanidad. Pero en el plano de las responsabilidades individuales, que es el objeto de este artículo, las actitudes que he señalado ocupan sin duda un lugar importante.

La negación del conocimiento empírico, incluso del más sólido, es especialmente preocupante, máxime cuando va acompañado de falsas creencias que se elevan -paradójicamente- a la categoría de verdad axiomática. Desconozco las causas del apogeo de estas ideas negacionistas (los movimientos anti-vacunas son su máxima expresión) pero hay pocas dudas que encuentran el terreno abonado en ambientes con escasa cultura científica. Además, el campo de la salud pública es, en este sentido, un terreno especialmente problemático al ser a menudo objeto del debate político lo que complica la discusión serena. Me pregunto si los científicos, no podríamos hacer algo más en este sentido. A nivel individual y también a nivel colectivo. Comprendo las reticencias de algunos a participar en estos debates pero me pregunto ¿quién mejor que nosotros puede contribuir a que el papel de la ciencia sea reconocido y valorado? Con sus vaivenes, con sus incertidumbres, es necesario que los científicos defiendan y promuevan el pensamiento científico, como creador de conocimiento sólido. Y que participen activamente en el debate social que, en sus campos respectivos, les concierne. Ahora, esta participación es más necesaria que nunca.

Si la negación de la evidencia científica me parece grave, pero más o menos entendible en determinadas circunstancias, la falta de solidaridad con la comunidad, entendida en este caso como una especie de insensibilidad o indiferencia frente al sufrimiento humano, intrínseco por otra parte a cualquier crisis sanitaria, me parece incomprensible. Y egoísta. Y frívola. En efecto, ¿cómo sino interpretar las solicitudes injustificadas de exenciones del uso de mascarilla? Suponiendo que la mascarilla tenga una efectividad del 50%, si yo uso la mascarilla y tu usas la mascarilla, reducimos conjuntamente la exposición un 75%. Este incremento de protección es mi cuota y tu cuota de solidaridad. Si todos la usáramos cuando es debido ¿cuantos contagios podrían evitarse? No lo sé con certeza, pero seguramente la mayoría.

El bien más preciado de cualquier persona es su salud y su bienestar. Esto también es aplicable a la comunidad en su conjunto. Por esto, en tiempos de crisis sanitarias, los comportamientos responsables no son solo exigibles a unos pocos, lo son para todos. Las normas preventivas que nos son requeridas no son pautas arbitrarias ni ridículas, sino que se sustentan en general en bases científicas sólidas. Y no estamos hablando de asuntos enrevesados o incomprensibles, sino de cosas fácilmente entendibles, de sentido común, de pura lógica. De guardar la distancia, de lavarse las manos, de usar la mascarilla, de mantener los aforos, de evitar situaciones de riesgo. Principalmente para uno mismo pero también para los demás, para el grupo, para el bien común, para los más vulnerables, para todos.

La evolución de la pandemia será como será, irá mejor o peor, pero dependerá en gran medida de los avances científicos y de lo que hagamos todos y cada uno de nosotros, de nuestras aportaciones individuales, de nuestra solidaridad. Esta semana hemos sabido que hay al menos tres vacunas en estudio que han tenido resultados preliminares muy prometedores. La ciencia hace su trabajo. La solidaridad, es cosa nuestra.