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Mercè  Marrero

La suerte de besar

Mercè Marrero Fuster

Madres, maestras y monitoras de tiempo libre

Uno de los mayores logros de mi educación basada en valores judeocristianos ha sido el de anclar el sentimiento de culpa. Es una especie de runrún que va y viene, pero que nunca desaparece del todo. Lucho contra ella desde que tengo uso de razón, pero la tía es peleona. Cuando crees que te liberas, zasca, golpea de nuevo. Puede ser sutil o un mazazo, pero ahí está y aparece cuando dices una frase malsonante, cuando te escaqueas de una comida familiar, duermes más de la cuenta, trabajas un poco menos, dices “no” a cualquier plan o te pasas con la bebida. Es una verdadera agonía.

La culpa es camaleónica y se adapta como un guante a cada momento vital. De pequeña aparecía cuando no acababa los deberes o le daba uno de los guantazos que mi pobre hermano pequeño merecía. En la adolescencia conviví asiduamente con ese peso en el estómago. Solo podía hablar de él con mi amiga Sandra. Ambas llorábamos a menudo. Yo lo achacaba a que leíamos demasiada poesía, pero la realidad es que las hormonas iban como motos y creíamos que la vida nos iba, a veces, un poco grande. Me sentía mal por no tener claro a qué dedicarme el resto de la vida, porque me gustaban la mayoría de chicos de mi clase o porque me subía, a escondidas, a la Vespa de un amigo para ir a cala Anguila. Ir en moto, en mi familia, es una línea roja. Cuando ves las cosas con perspectiva te das cuenta de que has invertido mucho tiempo sufriendo por bobadas. Pero, claro, eso lo descubres con la edad.

A estas alturas, la culpa reaparece y ataca en donde duele: en la maternidad. ¡Alabada sea! Porque, ¿cómo iba ella a darle un respiro a las madres que creíamos que lo íbamos a hacer perfectamente y que no íbamos a perder jamás los nervios ni a chillar como energúmenas? Teorizar es facilísimo. A mí me sobran las teorías. La del uso de la tecnología responsable, la de la importancia de los límites, la de la salud y la variedad alimenticia, la del horario para cada cosa, la de que cada comportamiento debe tener su consecuencia, la de la madre que controla y transmite seguridad o la de que no hay que repetir las cosas: “Que la habitación debe estar ordenada se dice “solo” una vez. Si no se cumple, hay que actuar”. Ja y ja. Será el teletrabajo, las consecuencias de tantos meses de telestudio o la inquietud por el entorno incierto, pero la realidad es que ayer repetí unas dieciséis veces que hay que lavarse los dientes antes de ir a la cama, que a partir de la séptima lo hice chillando, que me puse en plan melodramática y que escondí la Nintendo Switch (arma que carga el diablo) en el fondo de un ropero. Y, ahí, llegó la culpa. Mala madre, que eres una mala madre.

Muchas mujeres compartimos esta emoción. Queremos ser referentes, maestras, amigas, nutricionistas, entrenadoras, montadoras de Lego, monitoras de tiempo libre y animadoras de fiestas. A muchas les va bien y otras hacemos lo que podemos. El reto para las segundas es no martirizarnos, lanzar la culpa por la borda y disfrutar del viaje. Lo dicho, que fácil es teorizar.

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