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José Carlos Llop

Marsé

No tuvo que desertar de sí mismo para ser uno de los mejores escritores del siglo XX

Una de las pocas cosas de las que estoy orgulloso de mi escasa participación en la vida oficial -subrayo lo de oficial- de la cultura española, es de haber formado parte del jurado que le otorgó el Premio Nacional de Literatura a Juan Marsé. Fue por su novela Rabos de lagartija, pero los que aquella mañana de 2001, en una sala oscura del ministerio de Cultura, votamos a favor suyo, sabíamos que estábamos votando por una obra entera y, en mi caso, pensaba, sobre todo, en Últimas tardes con Teresa, Si te dicen que caí, Un día volveré, El embrujo de Shangai, y los retratos de Señoras y señores, en la revista Por favor. Sólo -y este sólo es retórico- por esas cuatro novelas y aquella sección periodística de la Transición, vale la pena la vida de un escritor. O dicho de otra manera: poquísimos escritores alcanzan la plenitud -en épocas muy distintas de su vida- lograda por Marsé en las novelas mencionadas. Y no exagero si digo que ningún escritor de mi generación, o de la inmediatamente anterior y posterior -sea de la escuela realista o no-, está exento en su formación de una deuda impagable con Últimas tardes con Teresa. Ninguno. La sensación, escribamos como escribamos, de que esa novela de Marsé siempre estuvo detrás de todos nosotros, es la misma que la conciencia de que su autor renovó y modernizó ejemplarmente la narrativa española sin echar mano de herramientas experimentales al uso entonces. El solo: con su talento de contador de aventis, memoria de ciudadano -o sea, memoria personal y civil- y gran inteligencia. Porque todo eso fue Marsé, unido a una formidable listeza instintiva y a un memorable -quien lo trató lo sabe- sentido del humor.

Una de las noches más divertidas de mi vida adulta tuvo lugar en Toulouse junto a Juan Marsé y Sergi Pàmies. El editor Jaume Vallcorba, Helena y yo fuimos simples figurantes de un festín de ingenio, agudeza, capacidad de improvisación y talento a raudales que no daba descanso a nuestro plexo solar, tantas eran las risas. Las anécdotas literarias y sociales del país parecían un híbrido entre Las mil y una noches y Jardiel Poncela. Las referencias cinematográficas salían de labios de Marsé encajando en la conversación como piezas de un perfecto mecanismo de relojería. Su imitación final de Pepe Isbert en Bienvenido Mr. Marshall y Calabuig, fue inenarrable. Horas antes me había recibido en el hall del hotel con un "¡Ya era hora!" que tampoco he de olvidar. Nunca habíamos estado juntos y aquellas tres palabras -lector suyo desde mis diecisiete años-, significaban para mí un modo de subrayar la vida y la literatura tal como las entiendo.

Pero la memoria literaria de Marsé no estaba hecha de risas sino de dolor y derrota y eso está en el espíritu de sus libros. Sólo el humor de El amante bilingüe es la reacción ante una sociedad, la catalana, que teniendo mucho para ser casi todo en España, optó por ensimismarse en un narcisismo de sacristía, colmado y chirucas. También en esto Marsé ha sido la memoria: la de un tiempo en que los escritores se defendían entre sí cuando era necesario, la estupidez no era moneda de cambio y la crítica del intelectual era escuchada porque era fiable y no coyuntural e interesada según sople el viento. Él pertenecía a la misma estirpe que Gil de Biedma y Carlos Barral, nuestros mayores. Pero por decirlo en palabras de Jaime Gil, "la verdad, desagradable, asoma": ninguno de nosotros ha sido digno sucesor de sus enseñanzas y aquí no hablo de literatura, sino de moral. En su caso, el estilo como precisión moral sólo era el periscopio. Nos quedaba Marsé y se acaba de ir, ayer, el hombre a quien nadie ha hecho decir, hacer o callar, lo que él no quisiera decir, hacer o callar. Los que teorizan sobre la ejemplaridad como si la hubieran descubierto ellos, que miren, que lean, a Juan Marsé y aprendan. No tuvo que desertar de sí mismo para ser uno de los mejores escritores del siglo XX y un ciudadano de genio y conciencia -moral, repito- impecables.

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