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Matías Vallés

Al Azar

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Daguerrotipos de Juan Marsé

Tampoco el volumen es una dimensión desprovista de vicisitudes. Juan Marsé, un Hemingway sin pistolas, no era grande en el sentido de Borges, pero sí en el coraje de mantener sus opiniones por encima de las correcciones socialmente impuestas. Por eso no me siento capacitado para apreciar sus novelas, aunque Pijoaparte te obliga a quitarte el sombrero y hasta la mascarilla. En cambio, he leído todas sus entrevistas, y fui un fanático de la colección de daguerrotipos unificados bajo el epígrafe Señoras y señores.

Recuerdo la trepidación al buscar cada semana el retrato o descuartizamiento correspondiente de El País. La ansiedad era ajena al radiografiado, para centrarse en el bisturí de Marsé al reconstruir con tal fidelidad a sus clientes o víctimas que acababan siendo otra persona. Es decir, ellos mismos. Examinaba en los rostros cada fisura del carácter, ningún repliegue epidérmico le pasaba desapercibido. La minuciosidad del retrato desactivaba la tentación de censurar a su autor. En efecto, lograba esa degeneración del presente que caracteriza a Lucian Freud.

Con su cara de boxeador en bruto después de la batalla, la muerte de Marsé también se reinterpreta según los cánones patrióticos. Procede levantar la barricada de su declaración libertaria, "la patria no es más que una carroña sentimental", que sería suscrita por el también disidente Sánchez Ferlosio, otro premio Cervantes. La desaparición del barcelonés devolverá asimismo su catalanidad a la playa de las polémicas estériles, cuando no era madrileño y difícilmente castellano. Por tanto, este reconocimiento parcial solo atiende a la concentración absoluta que mostraba en sus Señoras y señores, orfebrería en carne y hueso. El mundo y sus alrededores no serían peores sin Marsé, pero contribuyó a que los culpables no pudieran enorgullecerse de su labor de degradación.

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