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Ramón Aguiló

Escrito sin red

Ramón Aguiló

La implosión de la monarquía

Las sucesivas informaciones sobre la conducta de Juan Carlos I tienen un efecto devastador sobre la opinión pública. El Gobierno de Sánchez intenta ganar tiempo y apoyo

Cada día se suceden nuevas informaciones sobre la conducta de Juan Carlos I introduciendo miles de euros de contrabando en España a través de Barajas, sea personalmente o mediante su testaferro Dante Canonica; el administrador a cuentagotas de las mismas se supone que es Villarejo, con un efecto devastador sobre la opinión pública. La devastación es de tal magnitud que afecta a las propias relaciones familiares, destruidas, sin que nadie sepa por donde anda la reina Sofía, con el emérito confinado en La Zarzuela destilando estupefacción, estupor y amargura ante lo que le está pasando, con el marido de Cristina pugnando por incorporarse a no se sabe qué normalidad y Felipe VI sintiendo en carne propia emociones que sólo se encuentran en las tragedias griegas de Esquilo y Sófocles. Pero la devastación es inmensa no sólo en el espacio privado, también en el público. El gobierno de Sánchez, consciente de las dificultades para proceder a cambios constitucionales que afectarían no sólo a la condición de inviolabilidad de la figura del rey, sino también a la preferencia por el varón en la línea de sucesión al trono, tanto por lo complejo y dificultoso del proceso de reforma, como porque el propio proceso podría convertirse en un debate sobre la propia existencia de la monarquía, intenta ganar tiempo y apoyos personificando en la figura de Felipe VI la responsabilidad de ejecutar el castigo inmediato que reclama el coro de la tragedia, al margen de los lentos y enrevesados tiempos de la administración de justicia y de la propia presunción de inocencia que tan a menudo reclaman para ellos.

Una de las primeras constataciones que permite afirmar la situación actual es que si bien la Constitución ha procurado estabilidad política, lo cual ha tenido efectos benéficos en un país cuya historia ha estado sometida a vaivenes institucionales y conflictos políticos fruto de las divisiones internas, también ha provocado una petrificación institucional inmune a los cambios producidos en la sociedad española. Los partidos políticos, generados a partir de la propia Constitución y de la ley electoral, particularmente PP y PSOE, han podido monopolizar un poder que, en teoría debería haber residido en los ciudadanos. Como de esta Constitución se deriva su poder, a ella se aferran como garrapatas, de forma que se han convertido en organizaciones también petrificadas, atentas sólo a conservar ese poder, donde se encuadran la pura profesionalidad, el aventurerismo político, el medro personal y la corrupción. Mientras otros países van adaptando sus constituciones a los cambios sociales, basta ver el ejemplo de Francia, aquí, la Constitución aprobada en un momento seminal de configuración de las reglas de juego, se convierte en un valladar infranqueable cuando los intereses de los jugadores más poderosos se encuentran en contradicción con las demandas de las nuevas generaciones. La estabilidad es buena siempre que sea compatible con la adaptabilidad y la renovación que los cambios generacionales reclaman. De lo contrario no se puede hablar de estabilidad, sino de inmovilismo y de rémora. Así lo lamenta un personaje de Thomas Bernhard en su novela Corrección: "Esas leyes severas habían sido creadas para otros, no para nosotros, pero de crear nuestras propias leyes no teníamos posibilidad y tampoco se creaban nuevas leyes para nosotros, de forma que teníamos que obedecer constantemente y en toda oportunidad o inoportunidad leyes que no habían sido creadas para nosotros".

Dos relatos se han construido sobre la realidad del país en los últimos años. Uno, el que protagoniza la extrema izquierda representada por Unidas Podemos, que es la heredera directa de la Izquierda Unida del PCE y de Julio Anguita, dirigida por Pablo Iglesias. Se identifican como republicanos y han adoptado la ideología populista iliberal que se caracteriza con la nueva intolerancia y la dictadura de lo políticamente correcto contra la que se han pronunciado figuras relevantes de la intelectualidad americana como Noam Chomsky, Steven Pinker, Gloria Steinem, Martin Amis, Margaret Atwood, Salman Rushdie, J.K. Rowling, etc. Son los nuevos aprendices de brujo que, como los antiguos, tienen como principal adversario al periodismo libre. Su referencia política más inmediata son los regímenes iliberales y populistas y la crítica de la Ilustración. El otro relato es el de los declarados monárquicos, que enfrentan las pulsiones de cambio constitucional como una pulsión no democrática. Vinculan cualquier demanda de cambio profundo de la Constitución o de un cambio constituyente como un primer y obligado paso para derribar la monarquía y acabar con el sistema democrático.

Estos dos relatos opuestos se complementan en el sentido de que uno no podría existir sin la presencia del otro. Son el relato del inmovilismo granítico de la derecha enfrentado al nihilismo destructivo de la extrema izquierda, con un PSOE desnortado dirigido por un insensato sin escrúpulos que, como el asno de Buridán, duda entre inclinarse por unos o por otros en función de sus propios intereses de poder. Cualquier cosa con tal de no asumir riesgos en uno u otro sentido que puedan conducirlos al desguace. Cualquier cosa menos dar paso a una reforma en profundidad de la Constitución que sitúe a los ciudadanos de hoy como protagonistas de su propio destino, incluido el destino de la monarquía, que, digámoslo claro, no estaría en almoneda por los embates de sus adversarios sino por la corrupción a la que la impunidad le ha conducido.

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