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Ramón Aguiló

Escrito sin red

Ramón Aguiló

El impacto de Arabia Saudita y Corinna Larsen sobre la Corona

La firma de Juan Carlos I en la documentación de la Fundación Lucum, que se ha conocido por su publicación en El Confidencial, supone un trazo más en la configuración del retrato de un hombre que ha sucumbido a los destrozos causados por las tentaciones de la vida galante y del ansia de fortuna, todas ellas vinculadas al desempeño del más alto poder. Es el compendio de cómo desde la más alta responsabilidad del Estado se puede arruinar una biografía que apuntaba a la excelencia. La noticia es una nueva evidencia que se suma a las declaraciones ante el fiscal suizo Ives Bertossa, de Corinna Larsen y los gestores suizos Arturo Fassana y Dante Canonica. Bertossa empezó a investigar la transferencia de 100 millones de dólares desde Arabia Saudita a la fundación Lucum a raíz de las grabaciones en las que Larsen confesaba a Villarejo haber sido utilizada, junto a Canonica y Fassana, como testaferro del rey Juan Carlos. Se ingresaron en la banca privada Mirabaud. Todo ello causa daños irreparables a la historia del rey Juan Carlos y hace tambalear el edificio entero de la Corona española. Los declarantes, ante la posibilidad de ser acusados de blanqueo de capitales y algunos años de cárcel, han optado por derivar toda la responsabilidad hacia el rey Juan Carlos, que podría ser llamado a declarar ante la justicia Suiza por unos hechos de 2011, cuando estaba protegido por la inviolabilidad que le confiere el artículo 56.3 de la Constitución Española, pero no por las leyes suizas. Ni éste ni sus abogados han contestado a las informaciones por las que se intenta probar que estaba al corriente de todos los movimientos de la fundación Lucum. La donación de 64,8 millones de euros a Larsen se produjo en 2012, tras los acontecimientos de Botswana, mediante una transferencia a una filial del banco suizo Gornet & Cie en Nassau (Bahamas), a nombre de la sociedad Solare, semanas después de que la banca Mirabaud comunicara al gestor que la cuenta debía ser cancelada. La orden de la transferencia la dio Juan Carlos I, según Fassana y Canonica.

Hasta ahora, tanto el PSOE como el PP y Ciudadanos protegen a Felipe VI. Han ligado sus posiciones a un hecho para ellos trascendental: el repudio del rey Felipe a su padre, la renuncia a su herencia y la retirada de la asignación prevista para él en los presupuestos de la Corona, que se produjo el pasado 15 de marzo, al día siguiente de que The Telegraph publicara que Felipe VI figuraba como segundo beneficiario de la fundación Lucum que recibió la susodicha transferencia de Arabia Saudita; y de que El País revelara que Juan Carlos I figuraba como tercer beneficiario de su primo Álvaro de Orleans en la fundación Zagatka, que movió hasta 14 millones de euros.

La portavoz del gobierno, María Jesús Montero, subrayó el compromiso y respeto del Gobierno con la Justicia y desvinculó a la Corona y al actual rey Felipe VI de las actuaciones del rey emérito. Declaró, tras el consejo de ministros del martes, que “las actuaciones judiciales no tienen ningún impacto sobre el actual jefe del Estado”. El propio Sánchez declaró, en la rueda de prensa en la que intervino junto al primer ministro italiano, que las noticias procedentes de Suiza eran “inquietantes y perturbadoras”.

En efecto, las declaraciones gubernamentales pueden ser la expresión de un deseo, pero la realidad es que nadie sabe las consecuencias que los hechos van a acarrear a la monarquía. En primer lugar, subsisten las dudas sobre el conocimiento que Felipe VI tenía sobre la existencia de la fundación Lucum, que no han sido hasta el momento despejadas. Podría ser que no supiera nada, por supuesto. Pero también es difícil suponer que Juan Carlos I, en edad provecta, no informara a su hijo de la existencia de la fundación, del contenido de la herencia, de su papel como segundo beneficiario y de su responsabilidad para con el resto de la familia en la administración de los fondos. Si así hubiera sido, el repudio, la renuncia (no prevista en la legislación) y la retirada de la asignación no serían sino un movimiento obligado por la publicación en The Telegraph de la noticia de la existencia de la fundación. Mientras no se resuelva esta duda, la sombra de la sospecha oscurecerá la imagen de Felipe.

En segundo lugar, a las circunstancias que venimos arrastrando, de degradación de la democracia española, la corrupción, el clientelismo y la colonización por los partidos de la administración del Estado, se le añaden las noticias de corrupción del anterior jefe del Estado. Para una monarquía asentada históricamente, los hechos acaecidos podrían suponer un acontecimiento desgraciado para la corona y para el país, pero superable por el prestigio de la institución. Pero en el caso español, a una dinastía de los Borbones que ha sido, con pocas excepciones (una, el primer Juan Carlos I), muy negativa para el país, se une la circunstancia de haber sido reinstaurada, ex novo, por el golpista y dictador Franco, sin que los ciudadanos españoles hayan podido pronunciarse sino indirectamente, muy mediatizados, a través de la votación de la Constitución de 1978, que la incluía, tras cuarenta años de dictadura. No se puede comprender que, tras los hechos que se le imputan a Juan Carlos I, todavía tengamos que acatar una Constitución que consagra la inviolabilidad del jefe del Estado, sea quien sea. O se cambia la C.E. o más pronto o más tarde será inexorable exigir un sistema político que asegure que todos seamos iguales ante la ley.

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