Se ha estropeado el aire acondicionado en la oficina. No va. Nada. Ni gota. La semana que viene dice el encargado. Ya si eso. El encargado del calor. Vivir sin aire. Más de treinta grados fuera. Sofoco. Pocas ganas de vivir, de trabajar, de existir. Sudor. No sé si estoy transmitiendo bien la sensación. Ya nos dejó dicho González Ruano que el articulismo que mejor funciona es el que incluye la propia confusión: me ahogo. Agobio total.

El técnico nos dice que no hace tanto calor y se queda tan fresco. La temperatura de mi carácter aumenta. La caló agría el ánimo. Discuto con un compañero. Lo bueno de que no haya aire es que todos estamos de acuerdo en que esto es insoportable. Si hubiera aire estaríamos discutiendo, bájalo, no, súbelo, a mí me duele la garganta, no abras la ventana, no sí, por favor, ábrela un poco. Se está derritiendo una compañera frente a mí. Fue maja. Es un charco. Alguien opina que nos estamos ahorrando dinero. Pueden invertirlo en féretros. Parece, informan fuentes dignas de todo crédito porteril, que la culpa es de la comunidad, quiero decir, no de mi empresa. Al menos ya sabemos a quien protestar, si es que tenemos fuerza para algo. Ya solo falta que se rompa el ascensor, no, no, sería inimaginable.

Cada vez que salgo de trabajar entro en unos grandes almacenes. Se está fresquito. De paso me compro un gazpacho o un melón. La falta de aire acondicionado está acelerando mis buenos hábitos. Si es que no mato a alguien. El progreso del hombre es poner su casa a la temperatura deseada. Es mejor invento que el avión, el cortacésped, la batidora o las chanclas. «Por junio, mucho calor nunca asusta al labrador», dice el refrán. Ni estamos en junio ni soy labrador. Hombre labrador, poco mordedor.

En estos momentos admiro más a quien sabe arreglar un aire acondicionado que a quien es capaz de enviar un cohete a la luna o escribir una gran novela Instrucciones para una ola de calor es una novela de Maggie O'Farrell. La Inglaterra de 1976 está inmersa en una ola de calor. Un anciano desaparece y su familia trata de hallarlo, aunque el calor hará de las suyas. La leí un día de mucho calor y me dieron ganas de matar al viejo, aunque tal vez estaba pensada para leerla en un día de frío y lluvia bajo el edredón, compadeciéndote del hombre y dando sorbitos a una sopa caliente, que siempre es mejor con tropezoncitos de jamón. Pero escribo a la hora del aperitivo y lo que apetece en este sudario es una caña. Abro la ventana para que entre la nada. Sube un olor a puchero. Cuando uno huele a puchero es que se ha ganado los garbanzos.