Se ha cumplido un siglo del armisticio (11 de noviembre de 1918) que puso fin a la denominada por sus contemporáneos Gran Guerra, la que ha pasado a la historia como Primera Guerra Mundial. Callaban las armas de los contendientes y tronaban fuertes las de la pandemia de la mal llamada "gripe española", iniciada en Estados Unidos, traída por los soldados norteamericanos que en Europa ayudaron a doblegar por primera vez el autoritarismo expansionista alemán. Donald Trump debe ignorar tales hechos. La gripe fue más mortífera en víctimas que la Gran Guerra, pues se llevó por delante al menos a 50 millones de almas. Más de tres veces las ocasionadas por la conflagración. Eso es historia. Lo que nos ocupa, por los enormes paralelismos existentes con lo que hoy acontece, es que de la guerra y la pandemia de la segunda década del siglo XX salieron unas sociedades que quebraron el modelo imperante, el heredado del siglo anterior, el XIX. El mundo no fue el mismo. La eclosión del comunismo y el nazi-fascismo y la Segunda Guerra Mundial sellaron el radical cambio. Estamos en lo mismo: la crisis económica iniciada en 2008, de la que aún estábamos recuperándonos, se ha encadenado con la primera gran pandemia (habrá otras) del siglo XXI. Ha llegado justo 100 años después de la que asoló el planeta en la Centuria escrita a sangre y fuego. Los aficionados a las teorías cabalísticas tienen campo abierto para especular; también hoy como ayer lo que acontece llega preñado de cambios sustanciales, que empezamos a vislumbrar.
El orden neoliberal, que prometía acabar con el intervencionismo estatal en la economía, ha saltado literalmente por los aires. Ha quedado arrumbado. Nadie, ni los más conspicuos liberales económicos de la cepa hispana (siempre Machado), otra vez más papistas que el papa, se atreven a cacarear o mascullan su frustración. El desastroso líder del PP Pablo Casado es un ejemplo: pide que los fondos europeos que se inyectarán a la economía española, en coma profundo, vengan acompañados de duras condiciones. Ha tenido que recular. Le han dicho que no va a ninguna parte con el memorizado discurso aznarista. Sucede que en Europa, una estadista ilustrada, demócrata a carta cabal, la alemana Angela Merkel, una bendición para la Unión Europea (UE), ha sabido entender que la mutación va a ser radical, de ahí que arrumbe tesis ancladas en la austeridad contable y encarrile a la UE por senderos keinesianos, reverdecidos inopinadamente. Impondrá su visión, porque Alemania lo es casi todo en Europa. Francia cabalga a su lado. Viene de asistir estupefacta al triunfo de la izquierda verde en todas las grandes ciudades galas. Ha sio espectacular. Hasta el británico Boris Johnson anuncia inversiones públicas tan multimillonarias como jamás se han visto en el Reino Unido.
Son los primeros síntomas del cambio que está anegando el viejo mundo, el que existía el pasado invierno, el que se se fue por el sumidero al arrancar la primavera de 2020. Ninguna mutación se asienta sin notables convulsiones. Las está habiendo. Proseguirán acrecentadas. El cambio es imparable. Llevan las de perder quienes se aferran al mundo que ha dejado de ser. Los populismos de extrema derecha parece que han perdido su oportunidad. La han tenido. La Covid se la ha arrebatado inopinadamente. En los USA Donal Trump ha quedado señalado. Asiste impotente a su pública desnudez. Queda expuesta su inmensa indigencia como estadista. Las urnas de noviembre tienen altas posibilidades de darle un vapuleo histórico, tan inesperado como lo fue su victoria en noviembre de 2016.
Son las primeras contracciones del alumbramiento, del paradigma que, a despecho de los autoritarismos que pululan con fuerza, se va a imponer.
