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Matías Vallés

No quedará un monumento vivo

Es fácil alcanzar un consenso en el mundo civilizado sobre el destino que merecen las estatuas de Franco o Stalin, al margen de la legislación encaminada a prohibirlas. Sin embargo, cuando en Londres hay que envolver las imágenes de Churchill para que no sean profanadas y en Francia se ataca a De Gaulle en piedra, surge la convicción de que el declive de Occidente es más pronunciado de lo previsto. Cuesta confesar la estupefacción, dado que la monotonía de la era Covid había decretado que ninguna información volvería a sorprender a sus receptores.

La historia es demasiado veleidosa para concretarse en una estatua, así que la furia iconoclasta no dejará un monumento vivo. Los optimistas en retroceso buscan el consuelo de que la violencia política del primer mundo ya solo se ejerce sobre los muertos. Los franceses han enumerado la lista de sus antecesores que deben desaparecer del nomenclátor de las calles, y de las estatuas a retirar en parques o plazas. Molière compartirá el exilio póstumo de su colega Shakespeare en Inglaterra. También hay que liquidar a Rousseau, Víctor Hugo o Balzac, sin olvidar la Rue Robespierre. La matanza ha obligado a Franz-Olivier Giesbert, director de Le Point, a recordar que "la historia de Francia no ha sido escrita con agua de rosas". Debe ser el único rasgo que el país chovinista comparte con sus vecinos.

Los criterios de excelencia para celebrar a una personalidad obligan a derribar la estatuaria vigente en su integridad, y a no levantar más homenajes individuales en piedra. Nadie merece un pedestal, aunque una propuesta literalmente constructiva invitaría a los demoledores a ofrecer la relación de figuras históricas que poseen méritos probados para erguirse sobre sus conciudadanos.

Conviene recordar que la desmesura no anida únicamente en el bando de los iconoclastas. Hubiera sido preferible desvincular las conmemoraciones a referentes históricos de la veneración acrítica, imponiendo el monumento como una verdad inapelable. La virulencia sería menor si se asumiera que ningún mito está exento de una cara B. Incluidos Mandela, Gandhi o Martin Luther King, de acuerdo con las miserables grabaciones de la vida privada del líder negro a cargo del FBI. También Sócrates justificaba la esclavitud y tenía amantes adolescentes. Sin embargo, puede demostrarse que los seres humanos citados en este párrafo efectuaron aportaciones cruciales para la convivencia. Y sobre todo, puede discutirse su papel.

Es curioso que la demolición indiscriminada del culto a la personalidad vaya acompañada de la protección férrea de la libertad de culto abstracta, con ideas protegidas por el Derecho Penal y traducidas en templos de indudable valor arquitectónico que también moldean el espacio público. La oleada de derribos de monumentos demuestra que los hombres no son dioses, a falta de decidir por qué han de recibir un trato especial los dioses creados por los hombres.

El asalto a los monumentos no revela la crueldad de la masa de Canetti, sino su inseguridad. Sin necesidad de entrar en la pandemia, los indignados profesionales exaltan un ansia de pureza, centrada habitualmente en una exigencia a los demás. La solución a un conflicto ha de ser definitiva, nunca pactada. En este caso concreto, disentir de una estatua no obliga a derribarla. Odiar una masa mineral ahuecada es menos satisfactorio que reírse de sus pretensiones absurdas, la manipulación electrónica de imágenes ofrece infinitas posibilidades de reinterpretar con ironía el supuesto homenaje.

El adjetivo pétreo, inseparable de las estatuas, no sobresale por su carácter seductor. La mayoría de los personajes así celebrados no desearían que esa cualidad se asociara a su carácter. Estas contradicciones obligarían a discernir si se está eligiendo el enemigo equivocado. De hecho, la amenaza a los monumentos aumenta su visibilidad, desata un súbito interés por el prócer con bigote o a caballo del que todo se desconocía. La prensa invierte hoy más tiempo en situar las coordenadas del figurón derribado que en narrar la peripecia de su demolición.

Si le han levantado una estatua, algo malo habrá hecho. De nuevo, la tecnología ayudaría a la erección de monumentos virtuales, con la sustitución no traumática de Marlene Dietrich por Madonna en la pantalla. Respecto a las obras primitivas, el historiador Simon Schama propone confinar a los "hombres de piedra" en los museos. Estos recintos se rigen de momento por reglas más conciliadoras, pero no cabe descartar que la discutible personalidad de Picasso impulse a demandar la retirada de su obra. Al igual que sucede con los restantes capítulos de la memoria histórica, el aturdimiento en la destrucción del pasado retrasa la inevitable construcción del futuro.

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