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La creciente obsesión por la comida sana

Si tuviera que escoger entre comer para vivir o vivir para comer, confieso (no sin cierto rubor) que me decantaría por la segunda opción. Como buena pamplonesa, la gastronomía me atrae demasiado y por eso huyo entre comillas de las personas que llevan a cabo un apostolado permanente en lo tocante a la ingesta de comida sana. Y aclaro que no me refiero a quienes tratan de observar unos hábitos de vida saludables, cuidando lo que comen y beben y haciendo ejercicio dentro de unos parámetros razonables. De hecho, yo soy una de ellos. Tan sólo me limito a defender la conveniencia de extralimitarse puntualmente, siquiera para mejorar el estado de ánimo.

En este contexto, y por ser los más conocidos, tendemos a pensar que la anorexia y la bulimia son los únicos trastornos alimentarios de referencia pero, por desgracia, el catálogo de modalidades no deja de ampliarse. Supongo que es otro de los peajes de esta moderna civilización que se cimienta absurdamente en nuestro aspecto exterior en detrimento del interior y que en los países del Tercer Mundo, por supuesto, ni siquiera se contempla. Bastante tienen ya sus habitantes con sobrevivir y, a veces, ni eso, si atendemos a las demoledoras estadísticas sobre el drama de la hambruna.

Sin embargo, de unos años a esta parte prolifera en nuestro entorno un nuevo grupo al que, quizás injustamente, denomino "integristas de la alimentación saludable". En mi humilde opinión, su problema no estriba únicamente en que hayan decidido prescindir del chorizo en pos del apio sino, sobre todo, en que se dediquen a castigar a sus interlocutores con discursos cansinos acerca de los perjuicios asociados a las ricas viandas y su preparación.

Ese comportamiento obsesivo centrado en la búsqueda de un ideal de dieta que roza la patología se conoce por el nombre de ortorexia y sus defensores coinciden con anoréxicos y bulímicos en poseer una personalidad metódica, un deseo de perfección estética y un exagerado orden vital. La diferencia radica en que, mientras aquellos se preocupan por las cantidades que consumen, los ortoréxicos se obsesionan con su calidad y, en consecuencia, rechazan los que califican como "alimentos peligrosos", bien porque los consideran insanos, bien porque son el resultado de procesos industriales artificiales.

Incluyen en esta categoría cualquier producto que contenga colorantes, conservantes y saborizantes o que haya sido tratado con pesticidas y herbicidas. Ni que decir tiene que las opciones que se libran de su quema se reducen a menos de diez, por lo que, al eliminar familias enteras de alimentos, se exponen a padecer graves carencias nutricionales. Pero el asunto no acaba ahí. Además de en la compra, ponen también el foco en los utensilios de cocina con los que elaboran los platos, llámense ollas, sartenes, hornos o recipientes varios.

Otra característica que les define es que dedican horas a planificar sus menús y a preparar las correspondientes recetas. Para colmo, su preocupación por la influencia de las comidas sobre determinadas enfermedades digestivas y respiratorias les condiciona hasta tal punto que son incapaces de comer fuera de casa, pues no pueden ejercer el control preciso sobre los contenidos y la elaboración de las cartas de los establecimientos donde se reúnen con familiares y amigos. A ese aislamiento social se añade, además, un gran malestar emocional y un enorme sentimiento de culpa por romper sus propias reglas, que tratan de paliar con suplementos a base de hierbas y remedios naturales (otra tendencia muy de moda).

Cuando se llega a estos extremos, resulta esencial detectar a tiempo cualquier alteración para diagnosticarla adecuadamente y poder así restablecer de nuevo una conducta alimentaria apta. Los especialistas suelen recomendar una serie de tratamientos que combinan psicoterapia y farmacoterapia. A este respecto, convencer a los afectados de que comer de forma saludable no es incompatible con hacerlo de modo placentero parece un buen punto de partida. Probablemente el mejor.

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