Cuentan las crónicas palaciegas que durante las fechas más trágicas de la pandemia, el Rey emérito, a causa de su edad y estado de salud, vivía en la tribulación de que el Covid-19 no le atajara. En Zarzuela, además de la preocupación lógica por la extensión aritmética del coronavirus entre la población, hubo que capear con otro virus de intención morbosa dispuesto a atacar en exclusiva a la Corona: el descubierto de los supuestos ilícitos de don Juan Carlos por el cobro de comisiones a cuenta de las obras del AVE a La Meca, pájaro de mal agüero que anuncia sombras oscuras de vuelo de cuervos sobre el futuro de la institución monárquica. El "corinnavirus" es un patógeno de efectos retardados que algunos grupos políticos de la izquierda radical y los secesionistas republicanos pretenden soltar en el Congreso como si el Parlamento fuera el mercado de Wuhan donde venden murciélagos y pangolines. Y que el PSOE, el PP y los partidos tradicionales de mayor rango pretenden evitar mediante un cordón sanitario que partiendo de la Carrera de San Jerónimo rodee, como un pastor eléctrico, el palacio donde residen los Reyes y sus dos hijas. Contra el "corinnavirus" el emérito está perfectamente vacunado: le protege la inmunidad penal que consagra la Constitución al portador de los atributos reales. Felipe VI, que renunció hábilmente a la manzana envenenada de la herencia paterna y retiró a su padre la golosa asignación presupuestaria que le corresponde por ley como miembro de la Casa Real, vive sin embargo en doble estado de alarma. Tal vez debería insistir a su predecesor en que lo más saludable de que se le investigue es la posibilidad de donar la mordida a la sanidad pública y a la investigación. La ejemplaridad por encima de la sangre.