Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

María Amengual

Un mallorquín en Ibiza

Con las fronteras aún cerradas, la mayoría de isleños perfiere pasar sus vacaciones en Formentera o Menorca

Pocas cosas son más difíciles de desmontar que los prejuicios: ideas preconcebidas que todos nos hacemos de las distintas realidades para comprenderlas mejor. Creamos 'moldes' a partir de determinadas características a través de la simplificación. Y los aplicamos a circunstancias o personas desconocidas para clasificarlas. Es algo más complejo, pero ahí está el prejuicio. Que no siempre se ajusta a la realidad y, la mayoría de veces, es injusto.

Con la desescalada, recuperamos sensaciones e incluso problemas de antes del confinamiento. Es el momento de empezar a ver si tenían razón quienes vaticinaron que saldríamos mejores tras la pandemia o quienes nunca tuvimos demasiadas esperanzas de que nos hiciera aprender lo suficiente como para hacer cambios de calado. Suya es la conclusión. El caso es que muchos ya han empezado a ir a la playa o a recorrer la isla. El comentario es casi general: 'ojalá pudiéramos permitirnos tener siempre Mallorca así'. Sabemos que es económicamente catastrófico, pero -a la vez- encontramos el placer de librarnos de las aglomeraciones con el buen tiempo.

El otro día, fui a una cala de rocas en la Costa de la Calma. En el camino, todo cerrado. Completamente. Ni un chiringuito, ni un bar, ni un restaurante, ni un supermercado. Nada para comprar agua siguiera. Desconozco si es así, pero me aventuro a creer que así están algunas otras zonas como Magaluf. Incluso el centro de Palma, con comercios, bares y restaurantes que aún no han levantado la persiana porque relegaron al cliente local para acoger al turista. Hay una Mallorca que los residentes perdimos para nosotros. Renunciamos a ella. Santanyí cierra los accesos en coche a es Caló des Moro o cala s'Almunia, pero -de momento- olvídense del bus lanzadera que les acercaba; como no hay bus a ses Covetes. Hasta que no lleguen los primeros guiris, los mallorquines tendremos que ir caminando.

Los más afortunados han preparado vacaciones para este mes de junio ahora que, por fin, podemos viajar entre islas. Precisamente para 'aprovechar' esa calma que nos dejan las fronteras cerradas. Y resulta que nos enteramos de que Formentera primero y Menorca en segundo lugar, es adonde pensamos ir la mayoría de los mallorquines. Ibiza queda en última posición, como si también hubiéramos renunciado a ella. Como si la sintiéramos ajena. Tal vez empezamos a hacerlo cuando supimos del alquiler de un balcón por centenares de euros al mes. O con las imágenes de desfase en las discotecas de la isla. Tal vez no nos atrae como a Nacho Vidal probar veneno de sapo. O preferimos la tranquilidad de una puesta de sol sin tambores. Ibiza tiene ese sambenito, que eclipsa maravillas como la parroquia de Sant Miquel Arcángel de Sant Miquel de Balanzat, o las múltiples playas de ensueño en la isla.

Tal vez esta crisis -muchos vaticinan que este verano la temporada no superará el 30 por ciento de las de otros años- sea un buen momento para reflexionar sobre la imagen que proyectamos al exterior con determinado tipo de turismo. De lo contrario, corremos el riesgo de que se tome la parte por el todo y nuestras bondades queden eclipsadas. Tenemos la belleza y las infraestructuras, pero puede que hayamos perdido el carácter. Eso que nos diferencia. Que no es otra cosa que la idiosincrasia local a la hora de hacer las cosas. Lo 'auténtico'. Por eso buscamos Formentera y Menorca; como si en Ibiza ya no pudiéramos encontrarlo.

Compartir el artículo

stats