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Juan Gaitán

Pisar la calle

Un Real Decreto Ley vendrá a regular ese oxímoron que se ha dado en llamar "nueva normalidad"

Y ahora que se puede, resulta que mucha gente no sale. Algunos por miedo, otros por pereza, pero la cosa es que somos muchos quienes permanecemos recluidos, igual que hace tres meses, cuando empezó la pesadilla, y no pisamos la calle. A esto se ha denominado “síndrome de la cabaña” y, como todo en estos tiempos, ya ha habido quien ha negado su existencia igual que se niega la esfericidad de la Tierra o la evolución de las especies.

Sea como fuere, quizás el lunes la mayor parte del país entre en fase 3 (que ya no sé qué es y en qué consiste y dudo que nadie lo sepa con claridad, abrumados todos por tanta norma que contradice a otra norma), que será la última de la “desescalada” y marcará el fin del Estado de Alarma, pero quedaremos a la espera de que el Gobierno promulgue un Real Decreto Ley que vendrá a regular ese oxímoron que se ha dado en llamar “nueva normalidad”, y que por lo visto será vigente desde el 21 de junio hasta que se encuentre un remedio o una vacuna, que es una fecha indeterminada y que se me antoja lejana o tal vez inalcanzable. De momento no se ha filtrado cómo serán esas normas, pero vayan ustedes haciéndose a la idea de que sus libertades cívicas van a seguir mermadas, controladas, restringidas.

En mi caso, creo que estoy en el bando de los que no salen por pereza. Y porque me angustia la mascarilla y además no soporto la mirada de miedo de la gente cuando, inevitablemente, te cruzas con alguien. Es probable que los demás vean en mis ojos lo mismo que yo veo en los suyos, y eso me angustia aún más. De modo que entre lo uno y lo otro, permanezco encerrado y solo salgo cuando es absolutamente imprescindible.

Mientras, me alimento de recuerdos. En mi memoria permanece nítida aquella tarde en Bruselas, bajo la lluvia, en que un rótulo de neón me advirtió de que el capitalismo asesina al amor, y entonces corrí hasta al otro extremo de un puente de Praga buscando un silencio que se escuchó por todo París. Ese día blanco compré la sombra hueca de un gato en un tiendecita de Brujas, dejé atrás un jardín de Londres y Berlín fue bello tras la tormenta. No se van de mi memoria el tren que llegó tan pronto a la estación sosegada de Amberes, el jersey perdido de una muchacha en un parque de Gante y los cisnes insignes del Moldava, ni que rechacé un santoral incunable en Saint Germain porque siempre ando por ahí sin dinero.

Nada he olvidado. O puede que, simplemente, lo inventara todo, como quien acopia leña y comida de cara al invierno, este triste invierno que tenemos encima y que amenaza con quedarse.

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