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Maldito baile de muertos

Si este periódico, este que usted ahora mismo tiene ante sus ojos, hubiese querido, como hizo el New York Times, homenajear a las víctimas de la pandemia publicando en portada y páginas sucesivas la larga nómina de los muertos, añadiendo a cada nombre una breve reseña, una mínima indicación de quién fue o qué hizo en su paso por el mundo, no podría hacerlo. Ni este periódico ni ningún otro, y no podría por la sencilla razón de que a día de hoy no sabemos ni cuántos ni quiénes son los muertos por coronavirus en España.

No hay afrenta mayor que el olvido, aunque este sea la meta final, como ya nos enseñó Borges en aquel repetido poema: "la meta es el olvido/ yo he llegado antes". Solo hay algo peor que no ser más que un número: no ser siquiera un número, no contar para nadie. Y entonces los diez días de luto decretados y el minuto de silencio interpretado adquieren carácter de cumplido, de gesto forzado y vergonzoso. ¿Por quién, exactamente, callamos, por quién llevamos luto? No sabemos siquiera eso. A lo largo de todo este tiempo, desde que comenzó la pesadilla, se ha estado usando el idioma de la guerra, con su inmensa carga de propaganda, y se ha hablado eufóricamente de victorias, de "estamos ganando la batalla", y simultáneamente se nos han ocultado aviesamente las trincheras, los féretros, la cara negra del dolor. Y ahora rematamos la faena con lo que faltaba, el monumento al soldado desconocido, levantado sobre un luto y un minuto de silencio tan genérico que ni siquiera sabemos si llevamos bien la cuenta, si sobra o falta gente.

¡Qué solos se quedan los muertos!, nos dijo Bécquer. La soledad de los muertos tiene siempre forma de número. Si uno se detiene ante una lápida encontrará, generalmente debajo del nombre, dos fechas grabadas. Y eso es todo. Entre esas dos fechas se quiere abarcar una vida. Pero entre dos fechas no cabe cuánto amamos y a quien, ni todas nuestras risas. Entre dos fechas no cabe el total de los fracasos, ni las pocas veces que ganamos, ni cómo tomábamos el café, nuestro humor al despertar, si nos gustaba el calor o preferíamos tal vez la árida tristeza de los inviernos, si sabíamos cantar, o nadar, o dábamos de comer a las palomas. Entre dos fechas solo cabe un inmenso olvido.

Y a los muertos del coronavirus, esos que no sabemos ni contar, los olvidaremos entre sus respectivas dos fechas y seguiremos adelante. Y aunque el Rey haya dicho que "les debemos nuestro recuerdo, duelo y cariño", lo que de verdad les debemos es, siquiera, el mínimo respeto de no hacerlos danzar en un maldito baile de cifras.

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