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El salvavidas comunitario

En su auditoría sobre el rescate a Grecia, el Tribunal de Cuentas de la Unión Europea formuló hasta once recomendaciones sobre dicha experiencia, todas aceptadas por la Comisión. Entre ellas se encontraba la necesidad de mejorar los procedimientos para asegurar la sostenibilidad presupuestaria, la estabilidad financiera y el retorno a la senda de crecimiento de los futuros países intervenidos, así como para supeditar las próximas asistencias multimillonarias a una mejor ejecución de amplias reformas estructurales en sus economías y Administraciones públicas. En su sugerencia séptima, el fiscalizador de Luxemburgo insiste por ejemplo en la liberalización de los mercados nacionales, proyectando las políticas de empleo hacia ese magno objetivo.

Cuando se habla del maná europeo ante graves crisis, se acostumbra a equipararlo a una suerte de carta a los Reyes Magos que siempre logra la recompensa pretendida. Para quienes así piensan, Bruselas debe atender cualquier ocurrencia y de forma especial cuando se funda en propuestas ideológicas refrendadas electoralmente. Desconociendo sus cimientos institucionales o, lo que es peor, engañando a la gente sobre ellos, se deslizan con frecuencia por la peligrosa pendiente del disparate socioeconómico postulando ideas descabelladas de gasto imposibles de atender si antes no se prevén sólidos ingresos que lo permitan. Como el dinero público sigue siendo de nadie, como afirmó alguien que ha vuelto al banco azul, el saco sin fondo debe ser rellenado cuando haga falta por los que tienen el pelo rubio, sin que quepan excepciones que alteren dicho axioma.

Los que discurren de esa forma suelen olvidar que la Unión Europea cuenta con reglas que no se pueden saltar a la torera. Ni resisten tampoco la creación de redes clientelares regadas con los recursos de todos, ni ensoñaciones doctrinarias lejos de dicho marco. En el caso helénico, el auxilio que evitó su colapso hubo de sortear reiteradas e irresponsables llamadas las urnas, que al final resultaron irrelevantes ante la gravísima situación de sus arcas, con corralitos en los bancos y absoluta falta de liquidez para poder pagar sueldos y pensiones.

Desafiar las sensatas medidas de los que tienden la mano para sacar del pozo a un país tiene ínfimo recorrido. En Atenas, a los que alentaron ese pulso ya conocemos lo que les sucedió: dejaron el gobierno tras constatar la ciudadanía el pésimo balance de sus recetas, que condujeron a un empobrecimiento nacional acusado aparte del estomagante sinsabor que deja la trapacería populista.

Los hombres de negro no son ningunos ogros, sino unos altos funcionarios que vigilan que el préstamo que se haga a una nación necesitada pueda ser devuelto, tras ayudarla a ponerse en pie. Y si se hacen las cosas bien, que es cuando cuadran las cuentas y se generan condiciones para que la actividad privada permita sostener los servicios esenciales de la comunidad, acometiendo transformaciones para crecer de nuevo con esfuerzo y generosidad, se limitarán a aplaudir, porque esa es su misión.

Y no se diga que este esquema es típico del ultraliberalismo que impregna a la Unión Europea, porque su política social ha experimentado desde hace décadas un desarrollo muy notable y enriquecedor, incluso afectando a las normas más desreguladoras, como la célebre Bolkenstein, en la que se debate si modificar ciertos aspectos de su mercantilización.

Que nadie espere que las propuestas que salgan de la comisión del Congreso para la reconstrucción social y económica vayan a ser necesariamente aceptadas por nuestros socios continentales, por muy bonitas que se pinten y por más propaganda que se aplique. Solo lo serán aquellas que superen el estricto tamiz comunitario y que supongan cambios profundos en nuestra forma de organizarnos y crear riqueza, reduciendo la grasa superflua de nuestras estructuras de Estado y otorgando protagonismo a los emprendedores y a las empresas que originan puestos de trabajo, porque esas fórmulas son las únicas que encajan en esa formidable unión que debe servirnos de ángel de la guarda en estos delicados momentos, y que ha posibilitado las décadas más prodigiosas de prosperidad que hemos conocido, situando a Europa como un agente imprescindible del contexto internacional.

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