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Juan José Millas

Tierra de Nadie

Juan José Millás

La mano y el termómetro

La relación entre las viviendas y las calles se parece ahora a la de los dos receptáculos que componen los relojes de arena. La Covid-19 nos confinó en las casas de las que vamos surgiendo poco a poco, grano a grano, por decirlo así. Salgo a las horas permitidas y veo escurrirse a los ciudadanos desde sus domicilios a las avenidas. Caen -caemos- de uno en uno, de dos en dos, formando un hilo semejante al de la arena que se forma en el estrechamiento que une las dos ampollas. Pero los hogares siguen muy llenos todavía. Recuerdo los pasillos de la estación de Atocha de Madrid, por ejemplo, antes del estallido de la peste: eran un hormigueo constante de personas que habíamos salido a las siete de la mañana de nuestras moradas, a las que no regresaríamos hasta la noche. Mientras tanto, nuestros dormitorios y salones devenían meras burbujas: aquello en lo que luego se transformarían las vías públicas, incluso las más transitadas.

Entre las personas que caen, que caemos, en estos momentos a las calles, las hay portadoras y desportadoras del virus, pero no se distinguen unas de otras. En una tienda de comestibles de mi barrio te aplican el termómetro antes de entrar, por si tuvieras fiebre. A mí me hace gracia porque comprendo que se trata de un rito mágico. La Covid-19, al poseer la naturaleza metafísica de lo que ni se ve ni se toca, nos obliga al ejercicio de rituales fantásticos, procedentes de las antiguas religiones. La toma de la temperatura es uno de ellos. Muchos médicos dicen que no sirve para nada, pero tranquiliza y construye chivos expiatorios. Nada más relajante que ver cómo, delante de ti, impiden subir a un pasajero al avión porque tiene más de 37,5.

El termómetro siempre fue para los niños un objeto misterioso. Nos fascinaba el mercurio, esa plata líquida que nos pasábamos de mano en mano cuando la ampolla se rompía. Pero nos embrujaba sobre todo la idea de que un objeto tan sutil, que se parecía a la varita mágica de los cuentos, tuviera la capacidad de decidir si ese día íbamos o no íbamos al cole. Los termómetros digitales han acentuado ese carácter decisorio. Y siguen siendo objeto de culto, pese a que no hay instrumento más sensible que el de la mano de una madre sobre la frente de su hijo.

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