"El valor de un hombre es igual al del valor de sus ambiciones". El emperador romano Marco Aurelio, apodado "El Sabio", en sus Meditaciones, escritas en doce volúmenes en el siglo II, establecía la virtud como la principal cualidad para alcanzar el éxito. Pero para el emperador esa virtud estaba inexorablemente vinculada al concepto de bondad pues si uno aprovechaba las facultades que le había brindado la naturaleza en beneficio de los otros, el resto de favores y premios llegaría como una consecuencia directa de lo anterior. Así, una de las bases del pensamiento estoicista no era otra que la de mantenerse abierto al progreso mediante la colaboración y la cooperación, siempre dejando a un lado la arrogancia y la obstinación individual. Por ello debíamos estar siempre a punto para poder ejecutar las acciones que fueran a favorecer al resto de seres humanos atendiendo siempre a las leyes y al derecho y aceptando la corrección de nuestros errores con moderación e inteligencia. Así, elegiríamos sencilla y libremente lo mejor y perseveraríamos en ello. Este modo de interpretación de la realidad y del mundo tiene una relación directa con aceptar las reglas de la vida con sabiduría y actuar acorde a nuestras limitaciones, siempre desde la sensatez y desde la comprensión profunda del valor de las cosas. De este modo, la única riqueza que mantendremos hasta el final de los días es la que hayamos regalado a otros.

Ignacio Gómez de Liaño, en su obra La mentira social, indica varias claves para comprender el poder del mensaje. Así, recoge las "Memorias sobre el arte de gobernar para instrucción del Delfín", que comenzara a escribir Luis XIV en 1661 con el fin de guiar a su hijo en el complejo arte de gobernar y donde el rey francés señala que "los pueblos se complacen con el espectáculo; por medio de él manejamos su espíritu y su corazón". Para tratar de evitar el cumplimiento de esta premisa es imprescindible que el Estado sea un instrumento efectivo de cooperación y ayuda al individuo, favoreciendo su desarrollo personal y consolidando así una sociedad de ciudadanos libres.

Debemos, por tanto, huir de los totalitarismos, que como bien defiende la pensadora Hannah Arendt "nunca han tratado de infundir convicciones, sino que han pretendido destruir la capacidad para formar alguna". El resultado de la implantación de esta educación totalitaria será, para el propio Gómez de Liaño, el que sus acólitos ya no puedan comprender otra verdad que no sea la enarbolada por la ideología imperante, justificando y aceptando cualquiera de sus dogmas. La escenografía política, el discurso "buenista" y los nuevos mitos modernos solo hacen que vender su producto, distribuyendo una versión de la verdad que deberán convertir posteriormente en votos.

La ciencia, la tecnología, la eterna juventud, el culto al cuerpo, la idolatría, lo lúdico como ideal de la vida social, el Estado-espectáculo o el show político son solo algunas de esas mitologías de la modernidad que analizase el ya desaparecido ensayista Juan Cueto y que el propio Gómez de Liaño recupera. Estas se han convertido en ejemplos de moralidad. Ya no buscamos el perfeccionamiento, sino que tratamos de alcanzar el progreso, desvalorizando el pasado y sucumbiendo al poder de la ambición y de la propaganda. Y así, alejados de los planteamientos del gran Marco Aurelio, nos afincamos en dogmas anunciados por otros, guiándonos por el poder hipnotizador de sus puestas en escena y del mensaje sugerente de sus relatos. Ojalá todo pudiera resumirse en algo mucho más sencillo: "si no es bueno, no lo hagas; si no es verdad, no lo digas".

* Conservadora de Museos del Estado