El test de anticuerpos ha demostrado que la implantación del coronavirus en España es relativamente baja. Al menos, muy inferior a pronósticos agoreros con impecable vitola científica. Por lo tanto, los sufridos ciudadanos deberían felicitarse ante el éxito de un confinamiento carcelario. Falso, porque la difusión controlada al enclaustrarse cobardemente garantiza futuros embates más rabiosos del virus. En tal caso, hubiera sido preferible un encierro suavizado, para fortalecerse a través de la contaminación progresiva. Falso, porque la temeridad de continuar como si nada hubiera colapsado la red hospitalaria.
Si no va mal, irá peor, la epidemiología ha superado a la prensa como suministradora infinita de pésimas noticias encadenadas. Sin confinamiento, la humanidad se hubiera extinguido este año. Gracias al confinamiento, la aniquilación queda postergada al próximo otoño. Mientras tanto, se mantiene a la población en un letargo obsesivo. No se ha conseguido la inmunidad de rebaño, pero el dócil rebaño es una evidencia incuestionable. De no estar adormilada, la parroquia se preguntaría si el objetivo es superar la pandemia o alimentar un estado de sitio indefinido.
Las personas que viven de la pandemia insisten en que la pandemia va para largo. Es la distorsión habitual de que todo son clavos para un martillo, que solía desenmascararse contraponiendo el escepticismo a los manifiestos proféticos. Cualquier resultado del estudio de seroprevalencia, de cero a cien por cien, hubiera sido calificado de cataclísmico. Con virus, malo, sin virus, peor. Entretanto, ni siquiera se plantea el enigma básico de la nueva normalidad de campo de concentración: ¿Por qué una persona excéntrica podía pasear por su ciudad a la una de la madrugada en octubre, y no puede deambular hoy pese al riesgo epidemiológico nulo? El virus ni se sabe, pero el pánico debe continuar.
