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Camilo José Cela Conde

Ilustrados

Poner la gestión en unas pocas manos hace que los resultados dependan de la capacidad de quien tiene un poder casi absoluto

Además de servir para poner de manifiesto que los programas de privatización de la sanidad pública eran todo un suicidio, la crisis provocada por el Covid-19 ha supuesto un jarro de agua helada para quienes creíamos que existía una solución para los problemas de gobernanza de nuestro país. El desafío soberanista catalán supuso la contraposición de dos formas de ver la reforma del Estado de las autonomías con la que salimos de la dictadura franquista: más o menos poder central, con las alternativas extremas de ninguno —según el programa independentista— o casi todo —de acuerdo con quienes defienden la re-centralización.

Es de esperar que quienes añoran la vuelta al centralismo heredado de los franceses se hayan alarmado al ver lo sucedido con esa especie de concentración en un solo gobierno en la que nos ha sumergido el estado de alarma. Se ha hecho patente la trampa que supone el poner el poder en unas pocas manos: que los resultados que se obtienen dependen por completo de la capacidad para administrar de quienes gozan de un poder casi absoluto. Qué duda cabe de que el experimento tenía que salir mal si se concedía la gestión de la crisis sanitaria a un ministerio que llevaba casi dos décadas sin apenas competencias —no sabía ni siquiera cómo hacer para comprar los materiales médicos— y a cuyo frente se había situado a un filósofo por la única razón de que así se cumplía con la cuota exigida por el Partido Socialista Catalán. También era inevitable que las residencias de mayores entrasen en un caos si su responsable pasaba a ser de golpe un vicepresidente ungido como premio a cambio del pacto que asentó a Sánchez en La Moncloa y sin experiencia alguna de gestión. Para hablar de las excelencias del despotismo ilustrado hay que contar antes con un déspota que sepa al menos leer y escribir.

Pero tampoco puede decirse que la crisis nos haya enseñado las excelencias de un poder autonómico extremo. De nuevo, depende de la capacidad de quien mande. Así que, una vez que la normalidad sanitaria haya vuelto y recuperemos los problemas que han quedado pendientes, no queda nada claro qué solución vamos a darle a ese cambio constitucional que se reclama. En el fondo, algunos —como yo mismo— pensábamos que un federalismo de verdad, sin privilegios de partida para nadie, sería la salida siempre que se uniese a la clave auténtica: la de "más Europa". Pero la pandemia y la catástrofe económica derivada de la reclusión forzada ha venido a demostrar que la Unión Europea tiene muy poco de unión y casi nada de proyecto europeo.

Así que una vez que termine el estado de alarma vamos a entrar en estado de coma. Salvo que alguien descubra como ilustrar de golpe a los Suárez, Carrillo, Fraga y Felipe González de hoy.

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