Lo que empezó siendo una medida básica para aplanar la curva de contagios se ha consolidado como una nueva norma de socialización. La OMS recomienda mantener una distancia mínima de un metro entre personas. Sin embargo, el imperativo político y sanitario de la distancia se enfrenta a una contradicción: el cuidado mutuo requiere que nos mantengamos físicamente separados, lo que entra en conflicto con la lógica de la acción colectiva.

No hay que confundir términos. La distancia física constituye una medida de salud pública, mientras que la idea de la distancia social remite a un concepto de la sociología urbana. Durante la década de 1920, Robert Park popularizó el concepto en referencia al conjunto de normas sociales que diferencian a los individuos y grupos en función de categorías como la etnia, la edad, el género y la clase social. Esas normas crean diferentes grados de distancia (moral, social y cultural) en forma de fenómenos como los prejuicios, el miedo o la discriminación.

Sherene Razack describe las formas en las que el espacio es definido y controlado por ideologías que producen determinados cuerpos como marginales, como los cuerpos sexualizados de quienes ejercen la prostitución. Hoy cabe preguntarse por los modos de control espacial que en respuesta a la pandemia afectarán sobre todo a los cuerpos más vulnerables: los cuerpos frágiles de las personas mayores, los cuerpos precarizados de los trabajadores empobrecidos, los cuerpos deshumanizados de quienes viven en la calle y los cuerpos racializados de quienes se encuentran confinados en campos de refugiados y en centros de internamiento de extranjeros, entre otros colectivos con mayor riesgo de contraer el virus.

El espacio no es un lugar vacío ni neutral, sino un campo de batalla donde se libran contiendas ideológicas. Hace tiempo que la batalla la viene ganando el neoliberalismo mediante la imposición de lógicas que privatizan y criminalizan el espacio público. La reconfiguración de las relaciones sociales bajo el imperativo de la distancia social como regla de la llamada "nueva normalidad" nos obliga a estar atentos a sus posibles efectos perniciosos para la democracia y los derechos humanos. La reciente suspensión de la democracia en Hungría es un hecho a tener en cuenta, ya que muestra el deslizamiento del Estado hacia formas autoritarias.

Las luchas sociales venideras tendrán que aprender a mantener el equilibrio entre lo defensivo y lo ofensivo. Un movimiento defensivo para combatir el autoritarismo y la fragmentación de las luchas que probablemente la nueva normalidad entrañe. Y un movimiento ofensivo consciente de que el bienestar individual exige responsabilidad común, acción colectiva y participación en el bienestar comunitario.

Para ello será necesaria una política de la empatía radical basada en el compromiso de buscar lo que nos une. El problema es que tendemos a sentir empatía por las personas que se nos parecen o están más cerca. Olvidamos que somos engranajes de una maquinaria global que nos conecta con el sufrimiento de los demás y al mismo tiempo nos distancia psicológicamente de él: compramos dispositivos electrónicos que usan coltán extraído en las minas por niños y usamos prendas de ropa fabricadas por mujeres en talleres de explotación.

Debemos asegurarnos de que la distancia física no conduzca a la distancia social ni a la distancia psicológica. Separación no quiere decir desunión, del mismo modo que distancia no significa equidistancia.

* Filósofo del Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coímbra