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María Amengual

Un plan

Es gravísimo que aún no sepamos cómo, cuándo y dónde vamos a poder salir a la calle e ir retomando actividades

No soy epidemióloga. Ni viróloga. Además, soy de letras. Se me dan bastante mal las matemáticas y la informática. No soy la persona adecuada para predecir la evolución de una pandemia y desconozco cuál es la mejor forma de aplicar una estrategia para la vuelta progresiva a la 'nueva normalidad'. Pero no se preocupen, mi principal ventaja es que no cobro por hacer nada de todo eso. Lo único que sé es que, en líneas generales, he tratado de ser una buena ciudadana. Me he quedado en casa todo el tiempo posible.

Durante cinco semanas, he tratado de ser optimista, dentro de la tragedia de contar los muertos por centenares. Me he fijado en los números de recuperados diarios y he celebrado el más mínimo descenso en los nuevos contagios. Siendo consciente de que las cifras no son reales, pero sí que sirven para ver las tendencias. Me recuerdo cada día que nunca llovió tanto que no volviera a salir el sol. Pero tan estúpido es no reírse por nada como reírse por todo. No se puede ser optimista sin tener un pie en la realidad. Y ésta pasa por que el gobierno ha tardado un mes en establecer los criterios para que las autonomías le faciliten los datos de incidencia de la COVID19. Que supone hacer un excel a 10 columnas. No sería tan grave si no fuera porque esos datos -y los tests- son la base para desescalar correctamente el confinamiento y evitar -en la medida de lo posible- tener que volver a encerrarnos.

El coste -físico, psicológico, económico- de una semana más de confinamiento a estas alturas es incomparable al de los primeros días. Probablemente, el 90 por ciento de las empresas -y sus puestos de trabajo- aguantan dos semanas de inactividad. ¿Qué porcentaje resiste dos meses? El dilema entre salud o economía es falso: las crisis matan. A mi entender, ha sido un error de comunicación considerable no explicarle a la ciudadanía desde el principio que esto iban a ser meses en lugar de 15 días, e ir pidiendo prórrogas en medio de la incertidumbre más absoluta. Evidentemente, todo puede cambiar en una situación como la actual, pero al menos deberíamos conocer distintos escenarios. Es gravísimo que aún no tengamos un plan de cómo, cuándo y dónde vamos a poder salir a la calle e ir retomando actividades, aunque sea en mínimos.

No soy muy partidaria de pedir la dimisión de Pedro Sánchez en las actuales circunstancias -a ver cómo montamos otras elecciones- y tampoco tengo ninguna certeza de que otros lo hubieran hecho mejor. Pero me resulta muy difícil de entender que los ciudadanos de Formentera, Menorca, o Llubí vayan a estar confinados el mismo tiempo que la provincia de Hubei, que cuenta con 58 millones de habitantes en el epicentro mundial de la pandemia. No decidir también es una decisión; el problema es que te sitúa en el campo exclusivo de reacción, siempre por detrás de los acontecimientos. Con las UCIs saturadas, era el momento de remar todos en la misma dirección. Cuando la presión asistencial baja, es tiempo de exigir explicaciones sobre qué se ha hecho para sacarnos de esta, más allá de limitar nuestras libertades y derechos esenciales sine die. Si nos encierran hasta 2050, probablemente frenemos los contagios, pero no sé si es buena idea matar moscas a cañonazos. Había que tener un plan. Dentro de unas semanas, aunque sean pocas, será tarde para demasiada gente. La lealtad hay que ganársela.

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