La decisión de que todos los estudiantes de los niveles preuniversitarios pasen de curso, salvo en contadas excepciones que habrá que justificar, era la única salida posible, y la más beneficiosa para los alumnos. La cancelación de las clases presenciales en los colegios e institutos sobrevino de forma drástica, sin que los docentes tuvieran tiempo de planificar la enseñanza a distancia y sin saber cuánto tiempo se podía prolongar el confinamiento. Tampoco hubo posibilidad en un primer momento de evaluar las posibilidades de los alumnos para continuar con el curso de forma telemática.

Pero la brecha digital no solo afecta a los estudiantes, también a los profesores, muchos de los cuales no tienen la preparación adecuada para mantener las clases a distancia, ni los medios necesarios, como ordenador o una conexión a internet que lo permita. No sólo hay que considerar los condicionantes materiales: el primer factor que debe tenerse en cuenta a la hora de abordar cómo continúa el curso es el impacto emocional de la brusca ruptura de nuestra vida cotidiana causada por un riguroso confinamiento y un estado de alarma que ya han superado un mes y que se mantendrán aún durante semanas.

No se puede exigir a los estudiantes que tengan el mismo rendimiento o la misma concentración que antes de la cuarentena: ahora nuestro día a día está condicionado por la angustia, la incertidumbre, el miedo, la tristeza por la vida anterior que hemos perdido. Y los niños y los adolescentes aún acusan más esta ausencia absoluta de normalidad, en la que se les ha privado de golpe de su vida social, de sus amigos, fundamentales para su bienestar y desarrollo. Es preciso cuidar la salud física, pero también la mental. Y en estas circunstancias, las estrictas exigencias académicas por parte de los centros son una losa añadida que perjudica especialmente a los estudiantes, de modo que colegios, institutos y educadores se convierten en una fuente más generadora de angustia que en lugar de un refugio para ayudar a reducirla y a sobrellevar mejor esta situación tan complicada. Los docentes y los centros educativos tienen ante sí la difícil pero fundamental misión de apoyar emocionalmente a sus alumnos, de tenderles una mano a la que se puedan asir si necesitan cualquier tipo de ayuda, aunque solo sea hablar con alguien del mundo exterior; saber que su profesor se interesa por cómo se encuentra. Esta es su principal función ahora y hasta que acabe el confinamiento, pues representan esa conexión mínima con la vida estudiantil anterior a la pandemia, y la esperanza de su reanudación antes o después.

Marcar de forma muy clara las prioridades, y dejar en un segundo plano los objetivos académicos y los resultados evaluables de los estudiantes, ha de ser una línea marcada desde la conselleria de Educación para todos los centros y educadores. No se puede dejar a merced de la mayor o menor sensibilidad de los docentes, debe ser una forma de actuar común en todos los colegios e institutos.

La Federación de Asociaciones de Padres de Alumnos Mallorca, integrada en la Confederación de Asociaciones de Padres y Madres de Alumnos (Coapa) de Balears, ha pedido que se reduzcan los temarios y los currículos para el curso que viene, y que se retome lo que quede pendiente de este. Es una reclamación lógica y es de esperar que Educación la tenga en cuenta. De la misma forma, es fundamental que los alumnos con dificultades o necesidades especiales reciban la ayuda que precisan para no quedarse descolgados del sistema educativo. Esto representaría un segundo desgarro para estos alumnos, añadido al que ya supone el confinamiento. Aún queda todo el tercer trimestre por delante: es preciso revisar qué se ha hecho mal hasta ahora para corregirlo, anteponiendo en todo momento el apoyo emocional a los estudiantes.

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