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Cada pandemia tiene su vedete

Cada pandemia tiene su vedete epidemiológica. El lugar que estos días ocupa Oriol Mitjà, perfectamente retratado por Michele Catanzaro en El Periódico de Catalunya, lo ocupó la monja Teresa Forcades en la penúltima gran epidemia: la gripe A. En el 2009, se contagiaron 700 millones de personas, aunque casos confirmados fueron 1,6 millones, y murieron 18.000 personas, el equivalente a las víctimas del covid-19 solo en Italia. En aquella ocasión, los gobiernos europeos pecaron de exceso de previsión, al contrario que esta crisis en la que, para algunos, han ido tarde. Y distribuyeron millones de dosis de vacunas contra la gripe A. Un hecho que, cuando se comprobó que la letalidad era muy baja y que el contagio no llegaría a Occidente, le sirvió a la monja Forcades para denunciar una conspiración de las farmacéuticas para generar una sensación de pánico y conseguir facturar millones de euros a los gobiernos rendidos a sus designios a través de un vídeo que la lanzó al estrellato. Se convirtió en el relato alternativo gracias a la autoridad que le concedía, para algunos, su doble condición de monja y doctora en medicina. ¿Qué piensa la monja Forcades de la crisis actual? ¿También ha sido una conspiración de las farmacéuticas para vender mascarillas, test PCR, respiradores o batas de un solo uso? Ni rastro de su voz.

De todas las formas de populismo, el de los científicos despechados es una de las más dañinas. En primer lugar, porque apaciguan la ansiedad que genera la incertidumbre en la población con falsedades que luego son muy difíciles de desmontar. Y, en segundo lugar, porque, en su calidad de expertos, proporcionan munición a los líderes políticos populistas. Como ha explicado el catedrático Joan Subirats, y ahora teniente de alcalde en Barcelona, la ciencia avanza gracias a la controversia, al debate. Popper lo explicó de maravilla cuando dijo que el objeto de la ciencia no es "verificar" hipótesis sino "falsearlas". De manera que la verdad, mejor dicho, la evidencia científica, es provisional por definición. Cuando una epidemia crece a un ritmo de cientos de miles de contagiados diarios, las evidencias dejan de serlo a mayor velocidad si cabe. Si aplican ese punto de vista a debates como el uso de las mascarillas, la fiabilidad de los tests o la letalidad de este coronavirus entonces descubrirán que dónde los populistas denuncian incompetencia, está lo más noble y eficiente del método científico: la duda. La ciencia avanza porque abandona los dogmas como hizo Galileo.

Vemos, pandemia tras pandemia, que en epidemiología hay dos grandes escuelas: los partidarios de acelerar los contagios para llegar antes al famoso pico y los que defiende n las confinaciones masivas para regular esa expansión. Ambos coinciden en que el resultado final, en cuanto a infectados y a muertos, es más o menos el mismo. Varían los costes, tanto a nivel económico como social y sanitario. Lo absurdo es convertir esas dos escuelas epidemiológicas en escudos o banderas de la confrontación partidista. Absurdo por parte de los políticos y mezquino por los científicos que se dejan utilizar.

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