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Norberto Alcover

Semana Santa en Pandemia

todo comenzó con la llegada festiva del profeta galileo a Jerusalén. Como Mesías y como Rey le había recibido la ciudad conocida por matar a sus profetas generación tras generación, y allí mismo Jesús de Nazaret se proclama Hijo de Dios, nada menos. Todos estábamos felices hace semanas, cuando encaminábamos nuestros pasos hacia un verano complejo, pero, en definitiva, positivo para nuestra economía. Nos esperaban días de vino y rosas. Con problemillas, es cierto, pero vino y rosas. Y de pronto, como en el caso de Jesús de Nazaret, el Cristo de Dios, se nos ha hecho la noche más tomentosa de las últimas décadas. Desolación. Ignorancia. Desesperanza. Vulnerabilidad y mortandad por doquier.

Tras unos días en Jerusalén, el líder organiza una cena para despedirse de sus amigos y amigas "antes de padecer". Y en esa cena casi familiar, impone el mandamiento de la fraternidad a imagen y semejanza suya, en un clima de servicio a la comunidad creyente y desde ella a todas las personas. Incluso a los enemigos. El gesto es clarificador: Jesucristo lava los pies a sus compañeros porque debemos de llevar a cabo el espíritu de fraternidad mediante obras que implican humildad. Después, como forma práctica de que tal espíritu permanezca, da a luz la primera Eucaristía de la historia, que se acabará convirtiendo en la columna vertebral de la inmediata Iglesia Cristiana. Eucaristía como referente sustancial en la medida en que hay lavatorio de pies. Plegaria y proclamación inevitablemente juntas, porque Dios nos ha tratado con obras y no con palabras. Jueves Santo.

Y a partir de estos momentos, arranca la llamada Pasión del Señor Jesús, que se extiende hasta el sepulcro. Es el desconsuelo tentador en Getsemaní. Es el recorrido por palacios y guaridas, con el sacerdocio de Anás y Caifás por delante, con la denostada realeza de Herodes acto seguido, y en fin con una extraña y sobrecogedora charla con Poncio Pilatos, el representante de Roma, que lo entrega al pueblo que pocos días antes le aclamara, para comenzar el camino, con la cruz a cuestas hasta la muerte y sepultura. Momentos de grave humillación y de tremenda gravedad teológica, porque mediante esta auténtica "cacería del justo" se nos perdonaba nuestro pecado injusto. La sangre, en este caso, no era signo de pérdida sino de adquisición: comenzaba de forma irrevocable la estrategia de la salvación humana, que la Iglesia, siempre santa y pecadora, intenta que permanezca en el tiempo. Viernes Santo.

Como nosotros en estos días aciagos, pero que tal vez contengan la apertura a instantes transformadores en la medida en que superemos nuestras sepulturas para abrirnos a la definitiva experiencia salvadora. Porque toda experiencia humana, vivida como pérdida desde nuestras oscurecidas percepciones y sensaciones, contiene una explosión de transformación que solemos limitar al terreno de la eticidad, cuando tiene también una dimensión religiosa y en concreto cristiana. Jesucristo sepultado, es ese grano de trigo convertido, en el misterio de las profundidades, en semilla de trigo verdeante y esperanzador. Algún día tendremos que recuperar la "dinámica crística" de muerte que conlleva resurrección. La fe de nuestros padres, la fe de la Iglesia. Nunca hubo una fe tan radicalmente transformadora, en la medida que el ser humano acepta los sepulcros históricos como camino a la vida eterna, tras la resurrección. Leer de otra manera la Pascua del Señor Jesús, es una malversación, pretendida o no, de la verdad que nosotros los cristianos, proclamamos. Sábado Santo.

Y tras unas horas de sepultura, cuando se da por sentado que Jesucristo ha muerto para siempre, el misterioso Padre que le envió para hacerse humano, le regala una vida nueva por encima de la muerte y no menos sobre el pecado de soberbia humana. Se lo dirá a sus consternados amigos: "No temáis: he resucitado y estoy con vosotros". No solo es una explosión de alegría y esperanza, es la demostración de lo proclamado en aquella cena última: solamente quien muere por amor a los demás será capaz de resucitar a sus propias muertes y experimentar la plenitud de su propia identidad. Somos cuando morimos y somos cuando resucitamos. Es decir, cuando somos resucitados por Aquél que nos dio la vida. Domingo Santo.

La Pascua del Señor Jesús, sobre todo para creyentes en Él, se abre al futuro desde la esperanza identitaria. En estos momentos, experimentamos la muerte insoslayable, y mientras tanto nos abrimos a la vida. Una vida física, nuestra victoria sobre la pandemia, pero también social, que afecta, ojalá, al conjunto de nuestra ciudadanía. Si vamos adecuando estos días santos a nuestra situación, descubriremos de qué manera nuestro Dios nos ha transformado en la muerte y resurrección de su Hijo. Y nos haremos fuertes ante la pandemia. No lo duden.

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