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Ramón Aguiló

Escrito sin red

Ramón Aguiló

Cuando esto pase

El poder atiende a su supervivencia, pero no a largo plazo, sino a muy corto; han fracasado democracias y dictaduras porque ni unas ni otras pueden entender de los tiempos propios de la naturaleza

Hace unos días pude ver por televisión dos imágenes turbadoras de la actualidad, por lo que estaban sugiriendo: un contenido apocalíptico. Una era la captada por un dron que, desde lo alto, en estaciones de ferrocarril de Delhi, mostraba a multitudes arracimadas en movimientos que parecían los de una estampida, en busca desesperada de trenes que les sacaran de la aglomeración humana de la capital. Otra, era la de Francisco, el Papa de Roma, solo en la plaza de San Pedro del Vaticano, el centro de la cristiandad, para la oración del Ángelus, desprendiendo el inconfundible aroma visual del desamparo del hombre, rodeado de la esplendorosa arquitectura del silencio. Remitía al fin del mundo, a su recreación por Jean Paul, cuando Cristo dice: "He recorrido los mundos, he cabalgado los soles y he volado con las vías lácteas por los desiertos del cielo; pero no existe Dios alguno. He bajado incluso allí donde el ser proyecta sus sombras y he mirado en el abismo y he llamado: 'Padre, ¿dónde estás?'". Como en 1918, como tras el terremoto de Lisboa el día de Todos los Santos de 1755, es posible para los creyentes preguntarse como Voltaire, descalificando la teodicea de Leibnitz y Alexander Pope ("Éste es el mejor de los mundos posibles"): "¿Nada es sin razón? ¿Todo está bien? ¡Ah de nuestros muertos! Nadie me responde". De ahí arrancan el concepto de lo sublime formulado por Immanuel Kant, igualmente sobrecogido por la catástrofe, y el estudio científico de los seísmos.

Pero no, no estamos en el fin de los tiempos. Aunque mueran amigos y compañeros, como Miquel Dols y Adolfo Marqués. En soledad, sin poder despedirlos, sin poder acudir a sus entierros. Cuando sus familiares no van a recibir más que una urna donde, dirán, están sus cenizas. Cuando, merced a los avances de la ciencia, se nos estaba prometiendo una inmortalidad por la que no creo que todos estemos suspirando, un invisible organismo nos impone la imprevista presencia de la muerte. Nos dice el poder que quien amenaza nuestra vida es un enemigo que quiere matarnos. En realidad nos mata sin querer matarnos. Es la propia naturaleza que se acomoda al entorno más propicio para seguir una de sus leyes más inexorables: la de reproducirse; aunque no está de más remitirse a Joseph de Maistre para recordar que la vida de unos depende de la muerte de otros.

Mi generación no recordaba sino históricamente la pandemia de 1918. Ese año nació mi madre; ese año murió de ella mi abuelo paterno. La pandemia cambió, como la de tantas, el destino de mi familia. Mi generación no vivió la Guerra Civil. Ha vivido una historia de progreso material y de salud sólo alterada por enfermedades que afectaban de forma circunstancial a algún conocido, como la poliomelitis o la viruela, que no alteraban nuestras rutinas cotidianas, al compás de vacunas y antibióticos. Hemos transitado por momentos de incertidumbre, como la crisis de 1974, la Transición, la crisis de 1992 y, especialmente, la de 2008, pero nunca una situación como la de ahora, confinados durante cuatro semanas, mientras ancianos y no tan ancianos sucumben, desvalidos, en UCI, residencias y domicilios, solos, sin el consuelo de una despedida. Las generaciones más jóvenes habrán sabido más de la vulnerabilidad y la fragilidad de la vida, de las dificultades para labrarse un futuro personal y mantener una familia. Ahora habrán recibido una impresionante lección sobre los endebles fundamentos con los que está construida la idea del progreso. Frente a la creencia en el progreso ininterrumpido que asegura el bienestar individual y colectivo, habrán aprendido que el futuro es imprevisible; que un acontecimiento tan nimio como la infección de un humano por un virus procedente de un animal puede paralizar el mundo, hundir la economía, enfrentarnos con la precariedad y acosarnos con una muerte inesperada, en un contexto sin parangón con la muerte por accidente, por un cáncer, un infarto, por la vejez, por lo que ya hemos interiorizado como normal. Justo cuando nos estaban prometiendo la eternidad.

Cuando esto pase, sabremos lo que ya sabían Bill Gates, Netflix y la ciencia hace tiempo: Que una nueva pandemia asolaría el mundo; la cuestión no era si sería así o no; la cuestión era "cuándo". La cuestión es que ningún país estaba preparado. El poder atiende básicamente a su supervivencia, pero no a largo plazo, sino a muy corto. Entre sus prioridades no figura el precaverse ni de lo probable ni de lo posible, sólo de lo inmediato, lo que le asegura el mando. Han fracasado democracias y dictaduras porque ni unas ni otras pueden entender de los tiempos propios de la naturaleza.

Cuando esto pase, ¿cómo vamos a vivir la vida nosotros, los no avisados? ¿Cómo vamos a hacerlo cuando ya sabemos que no la tenemos asegurada según la esperanza que nos aseguraban las estadísticas? ¿Cómo cuando sabemos que nosotros podríamos haber sido uno cualquiera de los centenares de miles de humanos que van a morir en unos meses? ¿Cómo cuando la muerte se convierte en algo masivo, aleatorio, intrascendente, rutinario? ¿Cómo cuando saludemos el renacimiento de la primavera que está eclosionando? ¿Cómo cuando podamos abrazar por fin a nuestros seres queridos? ¿Cómo cuando enfrentemos nuestro propio fin? Creemos que la muerte es el gran acontecimiento de nuestra vida, aquél en el que no podemos dejar de pensar desde siempre, desde que tenemos razón, conciencia de nuestra muerte. Para la naturaleza no es nada, sólo su propio acontecer.

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