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Mercè  Marrero

La suerte de besar

Mercè Marrero Fuster

Extremos del confinamiento

La señora que vive en el bloque derecho registra en su libretita a todos los que bajan en ascensor e incumplen la recomendación de hacerlo por la escalera. Su obsesión fiscalizadora ha ido en aumento y, desde hace días, se esconde tras los visillos y fotografía a los que sacan al perro más de lo que ella considera razonable. Apunta sus nombres y el número de puerta de esos insolidarios apestosos y anhela que llegue la próxima reunión de la comunidad. Se imagina a sí misma entrando triunfal e impetuosamente en la portería, cargada con toda su artillería de nombrecitos y apellidos de vecinos malvados. Una especie de adalid de la legalidad comunitaria. Cada vez que piensa en ello se le escapa media sonrisa.

Circula un vídeo de unos policías llevándose a un hombre que hacía footing por la calle a pesar de la prohibición. Mal el corredor. Se merece una multa, por saltarse la norma, por insolidario y por poner en peligro la salud de todos. Muy mal, sí, pero peores los gritos de los que graban, insultan y difunden el vídeo. Hay personas que disfrutan documentando y compartiendo las miserias y debilidades ajenas. Esa frialdad resulta inquietante. Quienes creen ser jueces sin serlo y quienes piensan que saben mucho de muchas cosas sin tener ni idea son peligrosos. Siempre, pero ahora más.

Una enfermera lanza un mensaje en una red social y se ofrece voluntaria para hacer llegar misivas o audios de familiares a los enfermos aislados en la quinta planta de un hospital en Madrid. Una señora que trabaja limpiando las habitaciones de otro hospital decide alargar su turno y ser la persona que se queda junto a aquel señor mayor que se va de este mundo en soledad. La hija del señor mayor la conoce cuando va a recoger los papeles de su padre a la clínica. No sabe cómo mostrarle el agradecimiento. Querría abrazarla, pero no puede. Maldita distancia social. Le da las gracias y sabe que algo ha hecho clic. Ha visto la bondad de frente y ya nada será igual. Hay una chica joven en un bloque de pisos que hace la compra para todos sus vecinos mayores. Se gritan la lista de la compra y se pasan el dinero por debajo de las puertas. Viven en la misma planta desde hace años y ahora saben quiénes son unos y otros. No se ven las caras, pero se conocen, por fin. Un hombre baja a sacar la basura cada noche a la misma hora y coincide con una mujer a quien no había visto jamás. Empezaron saludándose y, desde hace unos días, se preguntan si han pasado un buen día y se dan las buenas noches. Todavía no saben que, cuando todo esto pase, quedarán para tomar una caña por el barrio. Quién sabe, puede que hasta acaben enrollándose.

En época de miedo como la actual los mensajes tóxicos y dañinos calan de maravilla. Estamos en un momento de emociones y actitudes extremas: cumplir o no cumplir, ser cívico o no serlo, protegerse o no hacerlo. Esperanza o angustia y un poco de todo. Me quedo con la enfermera, la señora que limpia las habitaciones del hospital, la vecina solidaria o la pareja nocturna. Ellos dan algo de sentido al confinamiento.

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