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Quédate en casa

Somos una sociedad en la que todo el mundo tiene muy claro cuáles son sus derechos, pero no sus obligaciones

Es difícil escribir algo sobre la crisis del coronavirus que no se haya dicho ya. Mis compañeros de los medios de comunicación están haciendo un trabajo encomiable para contar y analizar todo lo que ocurre. Para ser esa ventana al mundo exterior, en un momento en el que estamos más aislados que nunca en nuestra historia reciente. No hay palabras para intentar consolar a quienes han perdido a sus seres queridos y saben que han muerto en soledad, que ni siquiera van a poder despedirlos. No se me ocurre mayor horror que ese. Un horror que se transforma en pánico por no saber si podré volver a abrazar a mis padres, a quienes hace dos semanas que no veo, por responsabilidad.

De eso justo quería hablarles: de responsabilidad. Del sentido del deber. Kant sostenía que las acciones humanas que tienen verdadero valor moral son aquellas que se hacen porque se deben hacer; no porque vayamos a obtener un beneficio de ellas, o sean de nuestro interés. Nada explica mejor que la ética kantiana el panorama que se abre ante nosotros. Porque nos piden que nos quedemos en casa, simplemente, porque es nuestro deber como ciudadanos. Y eso es lo que a algunos les está costando entender.

Somos una sociedad en la que todo el mundo tiene muy claro cuáles son sus derechos, pero no sus obligaciones. Creemos que tenemos derecho a hacer lo que nos da la gana sin que haya ninguna responsabilidad asociada. Y ahora resulta que, para tener derecho a que nos atiendan si tenemos un accidente o enfermamos, no podemos salir de casa si no es absolutamente imprescindible. Puede que una de las cosas que logremos aprender de la pandemia es que los derechos no crecen en los árboles: que son una conquista gracias al esfuerzo de muchas generaciones para que nosotros hayamos tenido una vida cómoda.

Tal vez ahora comprendamos que lo que hasta ahora hemos llamado derechos no son sino privilegios. Salir a correr un domingo por la mañana, tomar el sol en la playa, comerse una paella con amigos o viajar son utopías para la mayoría de la población mundial. Luchar para que esos privilegios se extiendan al mayor número de seres humanos no debería hacernos perder de vista que lo son.

Dice el francés Pascal Bruckner que en las democracias occidentales los ciudadanos nos hemos acomodado, adormecidos por una abundancia que parece adquirirse contra el civismo. Nos recuerda que sólo en una de nuestras cocinas hay más utensilios que en muchas aldeas y que éstos habrían sido la envidia de cualquier rey de la Edad Media. Que los gobiernos democráticos habitualmente autorizan a sus ciudadanos a desinteresarse del destino de la democracia. Que nos preferimos a nosotros mismos ante cualquier otra cosa. Que ya no hay ningún ideal que merezca el sacrificio. Hasta que no nos queda más remedio.

Parece claro que la sociedad que salga de esta pandemia no será la misma que entró en ella. Así debería ser. Porque no nos bastarán tres vidas para agradecer a todo el personal sanitario y no sanitario de los hospitales, policías, guardias civiles, ejército, limpiadores, reponedores, cajeros, transportistas, agricultores, ganaderos y un largo etcétera lo que están haciendo para tratar de que todos salgamos adelante con las mayores comodidades

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