Diario de Mallorca

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Mercè  Marrero

La suerte de besar

Mercè Marrero Fuster

Teletrabajo, chándal, huevos y agradecimiento

Algunos aprendizajes de la semana: que no vale la pena hacer demasiados planes, que no es necesario estar siempre en movimiento y que la responsabilidad individual que contribuye al bien común tienen mucho más sentido

Es raro. Teletrabajo, intentar mantener el orden, no perder las costumbres y no abandonarse al desmadre de pasar el día con las camas deshechas, de no quitarse el chándal o de zamparse un bote de crema de chocolate a media tarde. Organizar el telestudio, mantener la disciplina, no perder los nervios, revisar las últimas noticias y, de nuevo, enfrentarse al pellizco en la boca del estómago. Intentar que todo siga igual, sin que nada sea igual. Hace diez días, tan lejano todo, cuando podía visitar a mi padre, darle la mano, llevármelo a comer unos huevos fritos y un helado de vainilla, acompañarle a su habitación y darle un beso. Un beso. Sí, tan lejano todo. Gracias a quienes cuidáis de él y de todos los que están en su misma situación. Gracias por explicarles por qué no podemos visitarles, por pasarles el teléfono cuando les llamamos y por asegurarles que no, que no les hemos abandonado. Gracias infinitas.

Hay algo contradictorio en esta restricción. La preocupación, por un lado, y un cierto sosiego, por otro. La paz de no tener ninguna obligación fuera de casa y de no hacer planes, lo absurdo de estar siempre en movimiento. El silencio y la contemplación tienen su punto. Tantas novedades producen extrañeza. El placer de abrir las ventanas y de airear la casa, de subir a tender y de bajar la basura. Antes remoloneaba cuando me tocaba y hoy es mi momento. Como aquella copa de vino que bebes antes de cenar, como el café con leche de la mañana. Las vueltas de la vida. Hoy tengo los ojos más abiertos. Observo a los que no se pueden permitir dejar de trabajar y asumen riesgos. Gracias a todos. A los que hacen teletrabajo, os admiro. Por ser metódicos, por no perder los referentes y no morir en el intento en este no parar. He descubierto algunas de mis múltiples vulnerabilidades. Algunas más. Ahora conozco que en mi nevera necesito que haya huevos y una lechuga romana y en la despensa un par de kilos de arroz. Contra todo pronóstico, he confirmado que no soy especialmente adicta al papel higiénico, pero sí a la lejía. Valoro vivir en un barrio, en un edificio que me permite oír un chillido en la escalera, una puerta que se cierra, el movimiento de muebles de los vecinos de arriba, a Frank Sinatra cantando desde el tercero y el volumen de una tele alta. Me gusta porque son símbolos de vida. Cuando esto pase, que pasará, cuidemos nuestros barrios. Añoro a mis compañeros de trabajo. Les veo en nuestras videoconferencias diarias y observo sus gestos. Cómo se suben las gafas, se frotan los ojos y gesticulan frente la cámara del ordenador. Soy una tía con mucha suerte.

En esta primera semana de chándal, huevos en la nevera y teletrabajo descubro dos aprendizajes. Que no vale la pena hacer demasiados planes. Que la vida es este preciso momento, porque nunca sabes si hay un virus esperándote a la vuelta de la esquina que lo paralizará todo. El segundo es que mi responsabilidad individual tiene más sentido cuando contribuye a la colectividad. Al bien común. Si solo uno cambia de actitud, nada cambiará. Si todos cambiamos, sucederá, en el mejor de los sentidos, una revolución.

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