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Antonio Aguiló

'Solvitur ambulando'

Vivo en un barrio obrero de la periferia palmesana con fuerte penetración de la droga en el tejido social. Se trata de un barrio representado en el imaginario popular y mediático como un barrio conflictivo, como un espacio racializado en el que predominantemente habitan gitanos, inmigrantes, narcos y canis. El otro día, mientras regresaba de la biblioteca municipal del barrio, la Policía Nacional me paró. Tres agentes que patrullaban en moto de gran cilindrada se detuvieron a mi paso mientras realizaban una de las habituales redadas en la zona. En un tono inquisitorial y mirándome con desdén, uno de ellos, sin apearse de la moto, me preguntó si venía de "pillar" (conseguir droga, en la jerga correspondiente). Yo vestía un chándal y calzaba zapatillas deportivas. Probablemente por mi aspecto y por encontrarme en el barrio me consideraron sospechoso de traficar o consumir droga. Con ironía, le contesté que venía de "pillar" un libro. Tras comprobar mi identidad, y sin siquiera disculparse por la incomodidad del momento, los agentes arrancaron sus pesadas motos y desaparecieron.

Por un momento me sentí como si estuviera en una de las "zonas salvajes" de las que habla metafóricamente Boaventura de Sousa. Se refiere a espacios socialmente percibidos como zonas de peligro donde se viven experiencias de escasez y humillación pública; espacios basados en presupuestos de superioridad racial, económica, moral y cultural en los que el otro, el diferente, se construye como enemigo, como amenaza para el orden público. La población que vive en estas zonas está marcada por prejuicios y por una imagen negativa históricamente dada.

Ejemplos de zonas salvajes son los mercados de drogas ilegales y los barrios pobres racializados, donde a menudo confluyen el racismo y la violencia policial, como ocurre en Estados Unidos con la población afroamericana. Afirma el sociólogo que en las zonas salvajes habitan vidas sacrificables, vidas que sufren formas de negación radical de la humanidad mediante formas de exclusión, precarización y criminalización.

Con frecuencia, las poblaciones de las zonas salvajes son objeto de una mirada que estigmatiza y desdibuja realidades muy diversas. Una mirada construida sobre los valores dominantes que perpetúa los prejuicios en boga. En la mirada desafiante del policía que me interpeló no había acercamiento ni familiaridad, había arrogancia, desconfianza, rivalidad y coerción. Probablemente, su mirada de desprecio había sido aprendida, dado que la mirada policial está especialmente entrenada para sospechar, prevenir y reprimir el delito.

Ver no es un acto ingenuo, sino un acto político. A ver se aprende. Todo lo que se ve y la forma en la que se ve responde a un punto de vista determinado. Con la mirada pueden aprenderse el odio y el desprecio, pero también el amor y el respeto. El rapero Tupac Shakur acuñó el acrónimo "THUG LIFE", que en inglés significa "The Hate U Give Little Infants Fucks Everyone" (el odio que transmites a los niños jode a todos), para denunciar que formamos parte de una sociedad que en buena medida es el reflejo de lo que aprende, en este caso el odio y la violencia ejercidos en las zonas salvajes contra determinados grupos.

Me pregunto si en estos tiempos de intensificación del odio por parte de la extrema derecha es posible fracturar la mirada simplista que estigmatiza o si es inevitable que esta funcione al servicio de los estereotipos clasistas, sexistas y racistas que aún predominan sobre las zonas salvajes. Necesitamos deshacer las miradas que inferiorizan a favor de una visión activa que cuestione si lo que ve es la realidad o una falsa imagen construida sobre el prejuicio social y racial. "¿De quién es la mirada que acecha en mis ojos?", pregunta de manera inquietante Fernando Pessoa.

Dice el filósofo Jan Masschelein que educar la mirada consiste no solo en la adquisición de una visión crítica o liberadora, sino también en la capacidad de estar atento a lo que se ve. Para él, el verdadero sentido de la educación reside en extraer las potencialidades latentes en el interior de cada persona, de acuerdo con el significado etimológico del término "educere": expresar, sacar de adentro. Para ello es imprescindible salir de casa, ponerse en movimiento, acercarse a otras realidades, prestarles atención, ir más allá de nuestra propia perspectiva. En este sentido, educar es una invitación a caminar, una actividad que exige la observación atenta de los elementos presentes en el camino y a través de la cual la mirada se va desplazando, descubre nuevos senderos y horizontes. Caminar es exponerse a las diferencias, a la extrañeza de lugares, eventos y situaciones. Caminar constituye un acto educativo de apertura y encuentro con el mundo. Como resultado, caminar nos ofrece la posibilidad de ser mejores personas, más reflexivas, más empáticas y más conscientes del valor de la diversidad.

Ironías de la vida, el libro que había sacado prestado era Márgenes de la filosofía, de Jacques Derrida. Derrida procede de un margen geográfico y cultural situado en la orilla meridional del Mediterráneo: la Argelia sometida al dominio del imperio colonial francés. Desde muy joven el filósofo encarnó una doble marginalidad derivada de su origen judío en la Argelia antisemita de la II Guerra Mundial y de su condición de argelino, de extranjero de una excolonia en la sociedad parisina. El interés filosófico de Derrida por el centro y los márgenes, por lo periférico y lo excluido surge precisamente de su experiencia personal en la cultura de la discriminación. Por eso Derrida nos propone caminar por los márgenes, desviarnos, realizar una experiencia de aprendizaje con lo que se manifiesta en las periferias salvajes.

Solvitur ambulando, se revuelve caminando, enseña un sabio adagio latino. Sin embargo, la policía no camina por las zonas salvajes, se desplaza en moto y siempre lleva gafas de sol.

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