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Metamorfosis frívolas

Una ciudad está hecha de historia, comercio, urbanistas y arquitectos. Y los particulares le añaden el alma. Porque el alma de una ciudad son sus ciudadanos, no quienes rigen las instituciones. También el cine y la literatura han hecho la ciudad moderna, la ciudad tal como la conocemos y vivimos. El Londres de Dickens, el París de Balzac, el Nueva York que poetizó Lorca configuran nuestro imaginario urbano occidental, como lo hacen las imágenes de tantas películas en la sala oscura del cine. Sin unos ni otras, las ciudades serían más pobres y también amnésicas. Andaríamos perdidos por ellas como un enfermo de alzhéimer cuando sus primeros síntomas le atacan en plena calle. No somos conscientes de ello, pero es así y así sería.

Uno de los rasgos de la ciudad contemporánea es su electricidad automovilística, la circulación y sus momentos de caos, los ríos de colores de los focos en la noche, las sirenas de las ambulancias y de la policía, cosas que a menudo la convierten en insoportable y en ella misma más que nunca. Ésta es la ciudad que conocemos y también la que nos define, nos guste más o menos. O nos guste en unas épocas de la vida y menos en otras. En esa misma ciudad también están los remansos urbanos, los jardines -no los parques, que son otra cosa-, la tranquilidad y el silencio de los siglos. Ambas conviven y determinan la forma de ciudad que hemos ido destilando -más que inventando- a través del tiempo.

Palma es una ciudad que tiene todo eso. Palma es una ciudad amable, que sabe ser incómoda como cualquier otra contemporánea, pero es una ciudad que no se abandona. Está cargada de defectos -uno de los mayores su carestía- pero también de grandes y pequeñas virtudes. Amarla -o detestarla a veces en la primera juventud- no es un ejercicio de narcisismo, sino de lógica: todos los días ofrece aquello que si se sabe ver mejora la vida. De ahí que tantos quieran vivir aquí y de ahí también -su reverso- que vayamos perdiendo el espacio que nos hace y donde somos.

La progresiva peatonalización del centro de las ciudades es imparable por causas varias que derivan de frenar los excesos que nos ahogan y convierten nuestro territorio en invivible. Pero también lo es -imparable- la atmósfera mortecina que irá apoderándose de ellas, una vez el tráfico, que tanto caos provoca, desaparezca del todo. La combinación de ambas cosas es el retrato de esta ciudad contemporánea. Pero esa peatonalización plantea un par de cuestiones prácticas más allá del estigma mortecino citado -y por el que no voy a discutir: por un lado el tiempo ya nos dirá, por otro no tengo ni coche, ni carnet de conducir, y como peatón diría que soy bastante modélico, salvo que a veces cruzo en rojo-.

Una es el transporte público: su eficacia y disposición allá donde vayamos. La reciente reforma de las líneas de autobuses urbanos ha sumido al ciudadano -al menos al de la periferia, que es quien más necesita del bus- en un desorden e incomodidad que nada tienen que ver con el cambio de costumbres y otros fáciles argumentos. Algunas variantes se han hecho con los pies y confiemos que el sentido común vaya imponiéndose y se vuelva atrás en el absurdo. Una cara de este absurdo es la invención de fragmentos de la ciudad como estación de autobuses. La ciudad contemporánea es la del movimiento en las calzadas y siempre hemos visto los autobuses de línea en perpetuo movimiento. Ahora vemos algunos aparcados, esperando la hora prevista para volver a ponerse en marcha, consecuencia del cambio de frecuencias, y eso desconcierta porque es como si un fragmento urbano se hubiera detenido y congelado dentro de la ciudad misma. Por no hablar de nuevas paradas tan raras como la que han instaurado delante del popular Bar Goa o delante el cine Augusta: los días de cola ante las taquillas -y son bastantes- aquello es un cafarnaúm y al bar mencionado le han quitado, así como así, las vistas sobre jardín de Progrés. Repito lo que comenté la semana pasada: vayan al mercado y escuchen: pocos están contentos con el cambio, pero eso da igual, claro.

La segunda de las cuestiones se refiere al impuesto de circulación. Si pagan menos los coches eléctricos porque contaminan menos y pagan -o pagarán- más los diésel que más contaminen, los coches de Palma que no puedan acceder a las zonas restringidas a la circulación -por vivir en otras zonas de la ciudad y carecer por tanto del acire correspondiente-, deberían pagar menos en su impuesto de circulación que los residentes en esas zonas. Bastante menos, no algo menos, porque cada vez serán más numerosas.

Perder el hábito de empezar la casa por el tejado -está anunciado y volverá a ocurrir- nos beneficiaría a todos y beneficiaría a la ciudad donde somos. (Continuará) y en verano, Salvem Can Pere Antoni! Aunque nada sirva de nada.

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