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Ramón Aguiló

Escrito sin red

Ramón Aguiló

Problemas

La dimisión no es ni ha sido nunca receta infalible para resolver dificultades, pero representa una medida de ejemplaridad y permite que acceda a la responsabilidad otra persona que afronte el reto

Fue el presidente del IMAS el primero en la exitosa formulación: “Si supiera que el problema de las menores tuteladas se arreglaba con mi dimisión, dimitiría inmediatamente”. Digo exitosa porque ningún político o ente pensante se ha atrevido a enmendarle la plana, todo lo más ha consistido, bien en la insistencia en las dimisiones, bien en la ridiculización de la comisión de expertos liderada por el brillante experto de los protocolos que, nada más saberse líder de un pandemónium con espacio propio en el Congreso de los Diputados en el que se disputan unos votos Lilith Prohens y el machirulo alfa Iglesias (que, venga a cuenta o no, él recurre al lenguaje testicular), a cuenta de las menores tuteladas, ofendidísimo, se declaró objetor de conciencia. Tan exitosa ha sido que otra de las interpeladas, Fina Santiago, la estrella de Més en el Govern, al sentirse señalada, no ha dudado en hacérsela propia: “Este es un problema que no se arregla con mi dimisión”. En resumen, lo que uno y otra vienen a decir es que no tienen ninguna responsabilidad personal sobre tan desgraciado asunto, que los políticos no tienen nada que decir, sólo los técnicos, los que hacen los protocolos. No es un problema de políticos. A fin de cuentas no dejan de tener, en la literalidad de su expresión, toda la razón: con el acto de la dimisión no se resuelve el problema. Pero lo que obvian los listillos es que la dimisión no es ni ha sido nunca ninguna receta infalible para resolver problemas. Es, en primer lugar una medida de ejemplaridad; uno tiene una responsabilidad y surge un problema grave que debería haberse evitado: el ejemplo democrático consiste en la dimisión. Además de la ejemplaridad el acto de la dimisión tiene otra funcionalidad: no la de resolver el problema, sino la de posibilitar que, ya que el responsable ha sido incapaz de solucionarlo, acceda a la responsabilidad otra persona que afronte el reto de hacerlo. Es decir, la dimisión no tiene nada que ver con resolver problemas sino con dar portante a quienes no han sabido resolverlos.

Iglesias se hace el ofendido y le da arcadas que la oposición le pregunte por sus responsabilidades en la cuestión de las menores en unas instituciones en las que participan miembros de su partido. Y hace suyo el dicho de que no hay mejor defensa que un buen ataque. Es lo de siempre, el político interpelado utiliza el “y tú más” como fórmula de supervivencia personal transitoria, hasta el próximo cruce de denuestos. Dice que “caiga quien caiga”. Al final, siempre, lo que cae no es un político, sea de un chiringuito o de otro, lo que cae es la ya reducidísima confianza de los ciudadanos en que la clase o la casta política solucione los graves problemas que nos acongojan. Los que de verdad van a descojonarse no van a ser los aposentados a la derecha del hemiciclo, sino todos los ciudadanos al darse por enterados de que el descamisado de Galapagar propone a su partido desdecirse de la limitación de mandatos y del tope salarial de los tres salarios mínimos. Como se sabe, tales compromisos ejemplares fueron establecidos para diferenciarse de la “casta política” del bipartidismo (que ése no era tal, sino partitocracia), de la “élites extractivas” que vampirizaban a los de “abajo”. Vivir en chalé, tener que pagar hipotecas o, simplemente, gozar de la dulzura del vivir, ser vicepresidentes, ministros, consejeros, concejales, hacer ministra a tu pareja (el non plus ultra del feminismo), ¡que son dos días, carajo!, hacen que los revolucionarios de ayer renieguen de sus compromisos con los de “abajo” de hace seis años. Se trata de una de las reconversiones más aceleradas y espectaculares de la historia del pensamiento político. ¿Qué se hizo del 11M? ¿Qué del asalto a los cielos? ¿Qué del rodear al Congreso? ¿Qué de las bolas chinas? ¿Qué del arderéis como en el 36? ¿Qué de las élites extractivas cuando se forma parte de ellas? ¿Qué de ciudadanos contra la oligarquía? ¿Qué de Ada Colau llamando criminales a los socialistas en 2015? Escribí ese año: “Están condenados a transformarse con el tiempo, inevitablemente, en otra casta, complementaria de la que denuncian”. Ah, el tiempo. El tiempo anunciaba que un profesor de ciencias políticas que decía que Kant había escrito una obra titulada Ética de la razón pura no sabía nada ni de razón ni de ética ni de pureza; quizá si de populismo, demagogia y nepotismo.

Hay columnistas que parecen sofronizados por Sánchez. Ahora arremeten contra Aznar y González porque se han atrevido a descreer de ese aquelarre de la mesa de diálogo, esa performance “marxista” dirigida a viabilizar la legislatura de Sánchez y la victoria de ERC en las próximas elecciones catalanas. Les atribuyen abordar tan delicado problema (el del nacionalismo catalán) con frivolidad y sin decencia alguna, sin proponer opciones alternativas, desde sus “encumbrados pedestales”. Es un estrambote al mantra que Sánchez reitera cada vez que alguien se permite dudar de sus dotes de estadista: “¿Qué propone la derecha para solucionar el conflicto catalán?” Es como si se nos preguntara qué proponemos para solucionar el conflicto social que provocan los delincuentes. A nadie se le ocurriría decir que negociar con ellos, sino aplicar las leyes. Otra cosa sería si los delincuentes fueran la mayoría de la población; entonces ya no rigen las leyes. Decía Sánchez hace cuatro meses que no había conflicto, sino problema de convivencia en Cataluña. Pero Sánchez no trabaja para España, sino para Sánchez. Por mucho que insistan los sofronizados la mesa no es de diálogo, ni siquiera es kafkiana, es una tomadura de pelo, un insulto a la inteligencia, un vodevil indigno que no nos merecemos.

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