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Matías Vallés

Volar encima del avión

La revista 'National Geographic' plantea los asientos más seguros en una aeronave para evitar el contagio por el coronavirus

La revista National Geographic plantea en un reportaje cuáles son los asientos más seguros de una aeronave, para evitar el contagio por el coronavirus. Al margen de obviedades como la mayor seguridad relativa de los sitios localizados junto a las ventanillas, la pieza no aporta descubrimientos de entidad. De hecho, la ubicación más segura para evitar las miasmas del pasaje consiste en volar encima del avión, sentado sobre el fuselaje. Salvo opinión en contrario de la volátil OMS, no se conoce ni una sola transmisión del coronavirus a pasajeros montados sobre el aparato.

El miedo a volar es uno de los más efectivos, pero con la contraindicación de que se disipaba de inmediato en cuanto el pasajero abandonaba el avión. En la terminal de llegadas, el tembloroso alfeñique en su asiento se transformaba en Marco Polo. Gracias al coronavirus, el recelo se prolongará durante semanas. Por primera vez, el manido miedo a volar no se debe al pánico a morir dentro sino fuera del avión, cuando el trayecto ya es solo un recuerdo. Habrá que modificar los sobados mensajes de los gurús de cursillos para perder el miedo a volar, en la línea de “es más probable contraer el coronavirus durante el vuelo a que el aparato se estrelle, en la proporción de mil a uno”.

A falta de decidir si el coronavirus acabará con la civilización, en línea con la evidencia biológica de que toda saturación poblacional acaba engullida por sus residuos crecientes, queda claro que la epidemia ha exterminado el aburrimiento de las rutinas cotidianas. Cada ser humano ha reemprendido la lucha por la supervivencia, en términos del hombre prehistórico atenazado por calamidades que era incapaz de prefigurar. Claro que esta grandilocuencia del burgués que se confina a domicilio con pantuflas se debilita ante la propaganda de salvar la vida lavándose las manos, equivalente a la ingenuidad de quienes creen interceptar el cambio climático clasificando las basuras. ¿Una empresa apocalíptica, o las tretas de una excursión de boy scouts?

La histeria en torno al coronavirus no se produce pese a que infecta a pocos individuos, sino precisamente porque puede contagiarlos a todos. Ha devaluado el concepto de refugio, las técnicas pedestres encaminadas a soslayarlo confirman que no hay escapatoria. Muestra una selectividad escasa, facilitada por la gran cantidad de materia prima a su alcance. Cada víctima lo conducirá inevitablemente a nuevas presas, no tanto por la sed de conocimientos como por las exigencias económicas. La transmisión aérea del microorganismo es el mejor símbolo de la enfermedad global, de nuevo el avión como emblema de la urgencia por circunnavegar el planeta con destino al lugar de partida.

En una interpretación realizada desde una atalaya alejada de la Tierra y sus condicionantes, son los humanos quienes se mueven incesantemente para atrapar a virus. No se encontraría otra explicación más convincente a su inquietud. La generalización del coronavirus no sirve de consuelo a quienes piensan que pueden pagarse la inmunidad en sentido estricto. Cabe la opción del aislamiento en una jaula dorada, pero Julian Assange aporta el último y dramático ejemplo de un espécimen occidental enclaustrado, víctima de la privación de la efervescencia permanente. El coronavirus como castigo, pero sin prestarse a la coartada puritana de que se ensaña con los pecadores. Ni siquiera cabe el refugio moral de quienes se regocijaban por considerarse al margen de los hábitos que transmitían el sida. El virus a todos iguala, la ausencia de un lugar sin riesgo en la nave espacial planetaria ofrece la parábola más exacta de la experiencia humana compartida.

Los magnates o mangantes de Silicon Valley han embrutecido a Occidente mientras ellos compraban refugios en la geografía supuestamente invulnerable de Nueva Zelanda. Hasta que llegó el medio centenar de asesinatos de la mezquita de Christchurch, o ahora mismo el coronavirus. Los billonarios sabían que no había escapatoria, pero quisieron interponer al menos una distancia de seguridad que la epidemia ha derribado. Siempre necesitarán servirse de otros humanos más débiles, y propensos por tanto al contagio. (No hay infecciones neozelandesas a la hora de redactar este artículo, 22 casos en Australia).

La ausencia de menciones a la proliferación de personas en el abordaje informativo de la epidemia, por estricta obediencia a los criterios mercantiles, no obsta para que el coronavirus permita adquirir conciencia inaugural de la sobredimensión demográfica del planeta. La venganza no es un concepto geológico, pero sí ilustrativo. De todo lo cual se desentienden quienes no se alarmarán hasta que el primer perro no sea infectado por un humano.

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