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Sion Moya

Todología, bares y Ferraris

Entro en un bar por la mañana, saludo, pido, me siento y observo. Deambulan camareros somnolientos, suena de fondo el pitorro de la cafetera calentando la leche, huele a bollería recién hecha, hay poca gente y la mesa está limpia. La vida me sonríe. Sin embargo, sentado en el tercer taburete por la izquierda, con ambos codos asentados sobre la barra, está él. Mediana edad, estilo casual (chándal y camisa), maneras toscas y lengua larga: "Te digo que sí, la tierra es plana como una tabla de planchar, plana, plana". El tío detrás de la barra resopla, me mira con sorna, buscando aliados, y aprovecha mi comanda para zafarse de él. Me trae un delicioso café con leche y dispara: "El tercero esta semana que me viene con esta historia".

Qué cara nos está saliendo la postmodernidad. Maurizio Ferraris, buque insignia del nuevo realismo filosófico italiano, lo tiene claro. Pese a no ser de mis favoritos, al César lo que es del César. Según defiende el pensador piamontés en Posverdad y otros enigmas (2019), a partir de la irrupción del pensamiento anti-dual (es decir, la realidad no puede enclaustrase en dos polos: bueno o malo, verdadero o falso; hay matices insondables entremedias) que nace de la mano del nihilismo nietzscheano decimonónico, hemos regalado el campo de la verdad a todo el mundo. Es inaudito que todo el mundo tenga opiniones válidas sobre cualquier cosa. Un momento, no disparen aún al mensajero, sé que lo que digo huele a totalitarismo epistemológico. La verdad: una, grande y libre. Nada que ver. Disentir, criticar, testear la vulnerabilidad de argumentos e hipótesis, es parte del trabajo de cualquier científico moderno. Pregúntenselo a Popper. Lo que realmente critica Ferraris es la levedad con que nos otorgamos el derecho a exhibir nuestra opinión como si de una verdad absoluta se tratara, convirtiendo la intuición en demostración. Evidentemente, todos tenemos derecho a opinar sobre cuestiones que nos atañen, pero del mismo modo que el hierro no tiene la misma densidad que la paja, la "todología" de bar no puede equipararse al método científico. Es de cajón. Podemos discutir sobre muchos temas, pero si afuera llueve, está lloviendo; no hay vuelta de hoja. Si aceptáramos lo contrario, las manipulaciones informativas a gran escala (Fake News) tendrían aún más terreno para expandirse ad infinitum.

Ya lo decían mis maestros, para entender a Nietzsche primero hay que haber leído a Kant. El mundo líquido en el que nos movemos, sin referentes, nos convierte en ciudadanos extremadamente libres y extremadamente vulnerables. Surgen teorías conspirativas a diario. Desde reprochar a las vacunas una supuesta relación con el autismo a proclamar que la tierra es plana y está rodeada por una inmensa muralla de hielo, al estilo Juego de tronos. "You know nothing, Jon Snow". El problema radica en que, sin un método, basándonos simplemente en percepciones y elucubraciones, la conspiración puede no tener fin. Siempre podemos crear nuevas respuestas ad hoc, arguyendo que todo lo que nos dicen es mentira, para combatir cualquier refutación. El pez que se muerde la cola.

Una vez terminé con el café y tras revisar de forma compulsiva todas las stories de mis contactos de Instragram, intenté contarle todo esto al tío de la barra, el que estaba sentado en el tercer taburete por la izquierda. Mientras recorría el escaso trayecto que nos separaban, improvisé una estrategia para evitar parecer grosero. Empecé preguntándole si le gustaba la filosofía, me contestó que sí, sobre todo la del Barça de Pep Guardiola. Estupendo. Ante tal panorama, sonreí, pagué, dije adiós y me fui.

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