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Daniel Capó

Las cuentas de la vida

Daniel Capó

La plaga de Wuhan

Con el coronavirus en el corazón de Europa, los terrores de la edad media han regresado a nuestro tiempo

Los creyentes en la numerología apocalíptica venden ya el producto de una curiosa coincidencia: hubo una epidemia de peste en 1720 y una de cólera en 1820; la gripe española fue justo hace un siglo y el nuevo coronavirus ha aparecido en 2020. Se diría que el azar siempre encuentra un hilo conductor dentro del caos de la historia. Los que en lugar del pasado prefieren la veta profética de la ficción -incluso de la más banal-, han descubierto un venero singular en The Eyes of Darkness, una novela de 1981 firmada por Dean Koontz que sitúa en 2020 la llegada de una neumonía mortal, cuyo origen se hallaría en un laboratorio de la ciudad de Wuhan. De nuevo, el azar que se abre paso en la realidad. Para algunos católicos, muchas de las apariciones marianas han anunciado una especie de cataclismo cósmico que precederá a la parusía. Para las sectas cristianas de corte protestante, los "últimos días" constituyen un elemento fundamental en su decálogo de creencias. Los científicos de Silicon Valley -la vanguardia del mañana- compran masivamente propiedades inmobiliarias en los bosques de Nueva Zelanda, buscando su particular arca de Noé donde poder alejarse del epicentro de una eventual plaga o refugiarse ante un ataque nuclear. El punto en común de todos ellos es el miedo a lo desconocido, a lo que escapa a nuestro control. Se trata de un nuevo milenarismo que seguramente no es tan distinto a las viejas aprensiones del medioevo. En la gramática humana se conjugan siempre la esperanza y el temor.

El brote italiano del coronavirus sitúa ya la epidemia en el corazón de Europa, con casos incontrolados que saltan de un municipio a otro ante el asombro de los vecinos. Realmente, sabemos muy poco todavía de la enfermedad. En parte por la relativa opacidad del régimen chino, pero sobre todo porque se trata de una infección con la que llevamos conviviendo apenas unas semanas -dos o tres meses a lo sumo- y cuyo patrón de comportamiento aún no conocemos: ¿mutará con frecuencia o no? ¿Será sensible a la llegada del calor y al cambio de estaciones? ¿Concederá este virus una inmunidad posterior o, como sugieren algunas fuentes, tal vez no? ¿Es cierto que no afecta a los niños y que la alta mortalidad se concentra especialmente en los ancianos y en las personas con patologías previas? Poco sabemos de momento, más allá de las intuiciones a veces contradictorias de los científicos.

En todo caso, el ritmo acelerado de infecciones indica la dificultad de frenar una rápida globalización de la enfermedad. Algunos epidemiólogos hablan ya de un contagio masivo que podría afectar a media humanidad, como sucedió con la propagación de la gripe A. Y el temor se concentra en ese 18% de casos que requieren de hospitalización. En este caso, Europa -y España- juega con ventaja: hay que confiar en la capacidad asistencial de nuestro sistema público de salud -sin pensar que se trate de un amuleto milagroso-, en las medidas higiénicas y en los propios ciclos estacionales de muchos virus. Pero no dejan de asombrar las imágenes que llegan de Italia -pueblos enteros en cuarentena, carreteras sin tráfico-, como si de repente los terrores de la Edad Media hubieran regresado a nuestro tiempo: el "homo deus" de Harari convertido en un figurante del miedo que se aferra como puede a la vida. Pero lo único cierto es que también esto pasará, como ha sucedido tantas otras veces en la historia.

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