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El 27 y el silenciamiento

Esta semana recibí un libro que había regalado décadas atrás. Se trata de la antología de Vicente Aleixandre que publicó Barral bajo el título Poesía superrealista, con una cubierta maravillosa de Julio Vivas. Ese libro me acompañó por distintas casas de Palma y Barcelona y leí algunos de sus poemas a varias personas, no sólo chicas. Aleixandre, entonces, aún no había recibido el Premio Nobel y no pensábamos que pudiera recibirlo nunca. Cuando lo hizo, conseguí el tomo de la Obra Completa en la edición de Aguilar y regalé el volumen de Poesía Superrealista. Ya entonces me interesaba mucho más Luis Cernuda que Aleixandre, del mismo modo que a los catorce/quince años me había interesado -y de qué manera- Pedro Salinas. Aunque en esto de los poetas se es tornadizo hasta que llega la madurez, donde los hay que se instalan como fragmentos de la formación de uno, mientras otros quedan atrás para siempre. Quiero decir que identifico a Aleixandre con el final de la adolescencia y la muy primerísima juventud, no más allá. Pero al leer hace dos semanas la aparición de su correspondencia con el pintor Gregorio Prieto -una correspondencia digamos que ardorosa, como sólo lo es la de los enamorados: 'Viva la desnudez y la pudorosa impudicia de los cuerpos encendidos, prestos para el amor', le escribe el poeta en esas cartas-, recordé aquel tomito de Barral, lo busqué en Iberlibro y lo compré inmediatamente. Me llegó esta semana, impecable, tal como lo recordaba de mi juventud.

En esto de la formación de cualquiera, además de la sensibilidad -orientada hacia uno ú otro campo- y el talento del que cada uno disponga, cuenta mucho la curiosidad y una cierta habilidad para la exploración, el hallazgo y la capacidad de relacionar una cosa con otra. Que viene a ser lo mismo que el fenómeno de las cerezas: que a medida que las sacas de la cestilla, unas estiran de otras y vienen más. O sea que un poeta conduce a otro y éste a otro más hasta irse formando en la mente del lector la cadena de una doble tradición: la secular y la inventada por uno mismo. Y recuerdo que, entonces, de Jorge Guillén ibas a Paul Valéry; de Luis Cernuda a W.H. Auden; de Aleixandre a los surrealistas franceses y de García Lorca a Walt Whitman, por ejemplo. Pero lo que no ibas era a Góngora, que fue la bandera que los poetas del 27 se sacaron de la manga para que les hicieran caso y arrollar.

Tenían muchas ganas de arrollar y lo primero que hicieron fue arrollar a su padrino, que había sido Juan Ramón Jiménez (no pudieron con él; ninguno de ellos lograría escribir un libro de la categoría de Espacio) y saltándose un par de siglos tomar a don Luis de Góngora y Argote -gongorilla, le llamó Quevedo- como patrón de su escudería y así quedaban muy rimbombantes. Una escudería, por cierto, donde se juntaron las maniobras maquiavélicas de profesor universitario con los destellos inaugurales de la publicidad en favor propio. Porque todo eso fueron, también, los poetas del 27. Casi todos ellos, no desde luego Luis Cernuda, el 'raro, turbio y complicado', que fue como lo definió su maestro Salinas y él se la guardó toda la vida. Hasta que lo publicó en su magnífico y vengativo poema Malentendu.

O sea que sí, que el 27 fue una engrasada maquinaria publicitaria de sí misma, pero nunca hubiera dicho -como leí la pasada semana en estas páginas- que fuera una máquina misógina destinada a ocultar a las mujeres de su generación. De hecho hay dos mujeres del 27 - María Zambrano y Rosa Chacel- que no sólo fueron importantes para la mayoría de ellos -con Juan Gil-Albert a la cabeza- sino para distintas generaciones posteriores de poetas hasta llegar a la mía. De la del 50 hasta los Novísimos y después. Sin salir de casa, mi propia concepción de la poesía -o la de Valente, Colinas y tantos otros- no sería la misma sin haber leído a María Zambrano y la idea -explicada- de que en España se prefiere el ingenio a la inteligencia me vino al escribir aquí en Diario de Mallorca la necrológica de Rosa Chacel cuando murió. Por no hablar de que en la sección de poesía de las librerías -hablo de finales del franquismo- siempre encontrabas libros de Ernestina de Champourcin, los buscaras o no. En fin, que nunca estuvieron -ni ellas, ni su obra- ocultas por el hecho de ser mujeres.

Y lo mismo hay que decir de las artistas Maruja Mallo, Remedios Varo o Marga Gil Roësset. Quien no las conozca será por desinterés, pereza o ignorancia, pero no porque existiera una conspiración para ocultarlas. La pintura de Maruja Mallo y la de Remedios Varo siempre ha estado ahí; siempre. Y, exposiciones aparte, cualquiera hubiera encontrado reportajes sobre esa pintura si los hubiera buscado. A mí me gustaron ambas, aunque ninguna de ellas logró lo que Frida Kahlo (y tanto una como otra tienen a veces ecos de la mexicana). Y de cualquiera de las dos hemos oído hablar mucho más que del pintor Gregorio Prieto, por ejemplo, el amigo citado de Aleixandre, que retrató hasta a Winston Churchill. En cuanto a la escultora Marga Gil-Roësset se han escrito muchas páginas sobre ella, su obra, su vida, su desesperado enamoramiento de Juan Ramón Jiménez y su suicidio posterior. Hace veinte años se le dedicó una exposición con lo poco que quedaba de su obra, pues antes de morir la destruyó casi toda. Ella misma la destruyó, no otros, ni el tiempo. Estas mujeres, por tanto, han formado parte del humus cultural de nuestra época y no han sido ni silenciadas, ni ocultadas, ni despreciadas por el hecho de ser mujeres. Otra cosa, repito, es la ignorancia general acerca del arte y la literatura, o la falta de curiosidad, o que la mayoría sólo se fije en algo cuando pasa a formar parte de una corriente de moda.

Que no tuvieron tanto prestigio como Lorca, Cernuda o Aleixandre es cierto. Pero sí parecido al que tuvieron Gil-Albert, Manuel Altolaguirre o E milio Prados, todos ellos del 27 también. Tal vez habría que preguntarse si fue el carácter de su obra -menor en comparación a la de sus compañeros- lo que las mantuvo en esa zona más discreta, menos llamativa y eso que a llamativa, nadie ganó a Maruja Mallo y quizá por esto tuvo su penúltima resurrección en la estridencia de la Movida madrileña. Nunca María Zambrano o Rosa Chacel dirían que se las silenció. Y las otras, tampoco creo que lo dijeran; las quejas, de haberlas, irían por otro lado. En cambio el marido de Chacel, el pintor Timoteo Pérez Rubio -el hombre que organizó el salvamento de las obras del Prado durante la Guerra Civil- ha tenido, por ejemplo, menos presencia en España como artista que su mujer como escritora. Y no pasa nada. Pero a veces se produce entre nosotros un fenómeno que bautizaré como 'el hechizo del hallazgo' y que consiste en creer que descubrimos lo que ya está descubierto y que debemos comunicárselo al mundo envolviéndonos en ello. Como los del 27 en Góngora. Es otro error, por mucho que la cultura de una sociedad -con omisiones o sin- vaya plagada de ellos.

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