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Antonio Papell

La nueva guerra fría y sus consecuencias

La Conferencia de Seguridad de Munich, que por cierto se ha celebrado con toda normalidad cuando ya se había cancelado el Mobile World Congress de Barcelona, ha dejado un regusto pesimista que alcanza a todo el Occidente. El cuadro, complejo, incluye un cúmulo de circunstancias conectadas entre sí: los Estados Unidos, volcados introspectivamente en su interés nacional de la mano de Trump (que podrá fácilmente conseguir un segundo mandato por la inconsistencia de sus antagonistas), han reducido hasta el límite el vínculo trasatlántico con Europa, lo que ha desactivado la OTAN y la iniciativa política occidental, de forma que en el escenario global se mueven con soltura otros actores (el ministro de Exteriores alemán, Heiko Maas, lamentó en la sesión inaugural de la conferencia que el futuro de Oriente Próximo ya no se decida en Ginebra o en Nueva York, sino en Sochi o Astana). Esta nueva situación se explica, en parte, por la emergencia de China, si bien Maas piensa que "el cambio real no es el auge chino, sino que Estados Unidos ha dejado de ser el policía global", como es evidente a la luz de los conflictos en Siria, Afganistán o África. Ese vacío, continuó diciendo el ministro alemán, lo ocupan ahora "Rusia, Turquía e Irán con principios y valores diferentes". El efecto de China es perverso: un sistema político autoritario, incompatible con los valores democráticos hegemónicos que debían haber sido la base del fallido 'pensamiento único', está demostrando una gran eficiencia económica ( Sebastian Kurz, el canciller austriaco conservador, ha recordado que Pekín ha construido un gran hospital en diez días). Es lógico que las víctimas de la ineficiencia occidental (la gran crisis global ha dejado secuelas que aún no se han curado) se sientan tentados de adscribirse al nuevo modelo?, o a cualquier otra opción alternativa al demoliberalismo.

Este cambio geopolítico se une a una decepción generalizada de las opiniones públicas de nuestros países occidentales con relación a sus clases políticas, que han experimentado un empobrecimiento intelectual importante y de orígenes complejos (en España, el descrédito de la función pública, los bajos salarios y la corrupción generalizada han hecho estragos). En estas circunstancias, se ha cumplido el presagio del politólogo búlgaro Ivan Krastev en La luz que se apaga. Este ensayista explicaba en el Aspen Institute de Madrid en noviembre pasado que "después del fin del comunismo se pensó que Europa oriental cambiaría pero que Occidente se mantendría como estaba. Es ahora cuando nos damos cuenta de hasta qué punto la existencia de dos bloques condicionaba también al modelo occidental. El desengaño paulatino con un modelo hoy en declive incluso en Occidente ha sido el abono en el que han fermentado los populismos que hoy anegan el continente". Algo a lo que contribuye "que la gente no tenga, no sólo una posibilidad real de alternativa política, sino ni siquiera la ilusión de poder elegir".

El veterano Walter Schäuble, antiguo factótum económico de Merkel y actualmente presidente del Bundesrat alemán, ha atinado en Múnich al defender que esa erosión de los valores occidentales es una de las caras del problema que han afrontar las grandes democracias; la otra es la de la eficiencia económica. Afortunadamente, muchos pensamos todavía que para conseguir el crecimiento, el desarrollo y una posición puntera en el progreso tecnológico no es indispensable renunciar al sistema de libertades para abrazar una abyecta e invivible dictadura como la china. Muchos países de nuestro entorno también hubieran sido capaces de levantar un hospital en diez días, pero hoy tenemos que demostrar, mediante la cooperación internacional, que Occidente es capaz de tener un protagonismo pleno en la implementación del 5G, que no puede quedar supeditada a una única compañía, que además es china. En esto Trump tiene razón, y de hecho ha sido secundado en Múnich sin reservas por la demócrata Nancy Pelossi.

Claro que esa cooperación imprescindible entre las dos orillas del atlantismo no es compatible con el repliegue nacionalista (del que el Brexit es el síntoma dramático), ni con las trabas al comercio (concebido como arma de guerra), ni con el unilateralismo que debilita a las sociedades abiertas.

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